Image: La libertad de los escritores

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Opinión

La libertad de los escritores

13 noviembre, 2009 01:00

Por Ignacio Echevarría
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Se viene haciendo cada vez más difícil saber de qué estamos hablando cuando hablamos de literatura. Los embates sufridos por la institución literaria en el transcurso del último siglo (embates procedentes tanto de las vanguardias artísticas como del desarrollo de la cultura de masas) han vuelto cada vez más confusa la condición de los escritores, que no terminan de ubicarse en el descampado abierto por la liquidación de las fronteras entre alta y baja cultura. Se deja ver en la fraseología que emplean para referirse a sí mismos y a su oficio. Una fraseología en la que se entrecruzan legalidades muy distintas, no necesariamente contradictorias. Los ademanes del tribuno o del intelectual a la vieja usanza se superponen a los del outsider o los del francotirador, a los del artista ensimismado o comprometido, y éstos, a su vez, a los del publicista o vendedor que se expone a sí mismo como mercancía.

En su último artículo, Fernando Aramburu yuxtaponía una serie de afirmaciones en relación a su propio concepto de la literatura que resultaban, puestas una detrás de otra, muy biensonantes, pero que se hacía difícil averiguar qué venían a significar. Pues decir que uno concibe la literatura que practica como "un espacio de libertad creativa" es decir bien poco (¿hay alguien dispuesto a sostener lo contrario?), y nada aclara ni mejora esta proclama afirmar a continuación que uno antepone "la libertad a la historia de las grandes obras literarias" (?).

La palabra libertad florece a menudo en boca de los escritores, si bien ocurre a menudo que, cuando se lee la letra pequeña, resulta que están refiriéndose a la libertad de "escribir bonito o feo, arcaico o futurista", una libertad que en modo alguno parece puesta en cuestión.

Aramburu, con todo, me interpelaba directamente al final de su último artículo para advertirme -por si yo no estuviera enterado- que "un escritor necesita libertad real para cuestionar ideas, criterios, elementos de juicio". Y ahí sí que comprendo y suscribo plenamente sus palabras, claro que sí. Pero enseguida me pregunto en qué contextos cabe circunscribir esa "libertad real", y en cuáles de ellos hay razones para temer que se halle constreñida.

Pues si nos referimos a la libertad soberana del escritor frente a la cuartilla en blanco, libertad de decir lo que le venga en gana como le venga en gana, no parece que por ahí haya nada que temer, las cosas todavía no están tan mal como para alarmarse. Si bien, a la vista de las obras que publican, no parece que los escritores se preocupen mucho de emplear esa libertad para, como quiere Aramburu, cuestionar ideas ni criterios de juicio.

Se me replicará que, antes que en sus obras, es en sus manifestaciones públicas y en su actividad como articulistas donde los escritores cumplen con esa tarea incordiante. Pero ahí sí que tengo indicios para sospechar que la "libertad real" puede estar en entredicho. Y es que me cuesta encontrar, en la prensa española al menos, ejemplos de escritores dispuestos a sacudirse la mansedumbre generalizada y a emplear criterios y elementos de juicio distintos a los que instruyen y vehiculan los periódicos en que colaboran.

Uno de los escasos ejemplos lo constituía, en "Público", Rafael Reig, bien conocido por los lectores asiduos de este suplemento, dado que ocupó este mismo espacio con una memorable sección de sátira literaria. Los ácidos comentarios y cuestionamientos que Reig venía haciendo desde las páginas de opinión de "Público" parece que han terminado por impacientar a los responsables del diario, que verían con simpatía las duras pullas que Reig dirigía a los sectores de la derecha de este país, pero a los que se les congelaría la sonrisa cuando pullas semejantes iban destinadas a los sectores supuestamente de izquierdas, a las actitudes del PSOE o a las actuaciones del gobierno de Zapatero.

La supresión de las secciones que en "Público" firmaba Rafael Reig pone en evidencia los límites de esa libertad por la que clama Aramburu y que, en efecto, no es tan real como parece. ¿Cuántos de los escritores que sostienen su economía con colaboraciones en la prensa pueden permitirse afilar su sentido crítico y cuestionar las ideas, los criterios, los elementos de juicio que determinan la práctica informativa y la orientación ideológica del periódico para el que colaboran? ¿Hasta qué punto tiene que ver con esto la inocuidad de las columnas de opinión que escriben los escritores españoles, la mayor parte de las cuales se resuelve en inofensivo humorismo, en oratoria de oposición, en berrinches cívicos o en alardes de bel letrismo?

Seguiremos preguntando.