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Opinión

Gente y literatura

4 diciembre, 2009 01:00

Por Fernando Aramburu
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Inicialmente había escrito un artículo distinto para esta sección. Un buen amigo, que me juzga en privado cuanto escribo, y lo hace sin pelos en la lengua, puesto que es amigo, me abrió los ojos. El tono estaba equivocado. Y con él todo el contenido, abundante en púas, en chistes agresivos, se escoraba hacia un flanco que, para entendernos pronto, rozaba la arrogancia, si no es que se restregaba abiertamente con ella. Este amigo me ha librado de un error que además trascendía un tufo antipático, porque uno se puede equivocar y tener gracia, pero no era el caso. El texto nunca se publicará. Ya está borrado y no descarto que mi amigo haya salido hoy a la calle sonriente al recordar mis palabras de gratitud.

Es lo malo que tienen los diálogos en público sobre asuntos más o menos culturales. Los dialogantes olvidan en el calor de la esgrima verbal que hay personas que escuchan, acaso movidas por la esperanza de que se les diga algo de provecho, sinceramente sentido y meditado, y no nacido en el temperamento, allí donde la maquinaria razonable del cerebro delega en el estómago o en cualquier otra víscera ingobernable la tarea de pensar.

Quien dice oyentes dice lectores. Se habla mucho de libros, si son buenos o malos, amenos o tediosos, y de escritores, si son de derechas o de izquierdas, cordiales o intratables, etcétera. Y quizá los implicados en la acción de componer libros, tasarlos y difundirlos pierden en ocasiones la noción global de su trabajo, centrándose con sus fervores particulares en unos pocos aspectos del mismo, sin percatarse de que no sirve para nada cuanto se hace con el lenguaje escrito, dentro y fuera del arte de la palabra, si no es para suscitar algún movimiento intelectual, emocional o de cualquier otra índole en los destinatarios.

Para advertirlo en su justa medida no hay como participar de vez en cuando en un círculo de lectura y hacerlo como un lector más entre otros. Por ejemplo el otro día, lejos de aquí. Estaba previsto el comentario de la novela Tokio blues, de Haruki Murakami. Se produjo una reunión populosa de hombres y mujeres, con predominio de estas últimas, en muchas de las cuales el autor japonés despierta sus mejores y más profundas resonancias.

Acudí provisto de reproches sobre la técnica de figurar historias mediante palabras. No es preciso que enumere los defectos del libro mencionado. Allí, claro está, los enumeré porque las reuniones transcurren en buena avenencia, en ellas no está vedada la sinceridad y el objetivo del diálogo no consiste en apoderarse de la razón mediante trucos o ataques dialécticos, sino en algo mucho más sutil que tiene que ver con el intercambio de experiencias lectoras.

A l cuarto de hora de conversación no tuve empacho en reconocer que mis reproches eran superfluos. Aún peor, que el motivo a ellos conducente me había privado de la lectura más rica y compleja (¿más humana?) disfrutada por otros circunstantes.
Días atrás, con el libro en las manos, me había estado preguntando: ¿cómo es posible que esta obra palmariamente cuajada de debilidades pueda gustar a tanta gente en todo el mundo? Huelga decir que en aquellos momentos me había pasado inadvertida la simplicidad con que estaba usando el vocablo "gustar", como quien lo aplica a una loncha de tocino. Me podía haber acordado de Lázaro de Tormes o del Quijote, historias cuya sostenida vitalidad, como se sabe, no se cimenta en la perfección de las formas, pero no sé qué me pasa últimamente.

Trasladé la pregunta a los contertulios defensores del libro. Y les dije que había acudido a la cita con no pequeños deseos de recibir respuestas. Para entonces me las habían dado con creces, convenientemente envueltas, además, en una lección de humanidad. Recuerdo en concreto a una mujer de Colombia a quien, durante su breve intervención, se le empañó la voz. La historia de Murakami, poblada de adolescentes que de pronto se suicidan sin que sepamos con exactitud por qué, con jóvenes que revelan minuciosamente sus intimidades como si regurgitaran su alma rota a cámara lenta y que acuden a la acción sexual impulsados por una especie de fatalismo mecánico, despertó en la compañera colombiana recuerdos dolorosos. Como a ella, el libro había suscitado emociones intensas a otras personas. Me asombró asimismo la variedad de dichas emociones.

La novela había sabido crear una ilusión de realidad con la cual algunos lectores se habían identificado hasta el punto de olvidar, durante el proceso de la lectura, que aquello que tanto los había conmovido no era sino un objeto de papel garrapateado de signos. Gente desconocida y sensible dignifica la literatura. Y la hace posible.