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Opinión

Cuento de Navidad

24 diciembre, 2009 01:00

Por Ignacio Echevarría
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Pasé la tarde leyendo y me entraron ganas de contrastar algunas ideas. Siguiendo la recomendación de un amigo, fui al bar de la esquina, siempre muy concurrido. Allí todos estaban viendo la televisión, que echaba un partido de fútbol. Esperé a que terminase, pero entonces se pusieron todos a charlar y a discutir, con más animación aun que durante el partido. En un extremo de la barra, reconocí a un par de escritores rodeados de amigotes. Me acerqué con la esperanza de meter baza en la conversación. Pero también ellos hablaban de fútbol con mucho apasionamiento. Cuando vieron por dónde quería ir yo me miraron extrañados y me dieron a entender que esas cosas no se hablaban así, en un bar lleno de gente.

Cambié de bar y fui a caer en uno con la televisión también encendida. Ahora daban un programa de actualidad política. Varios contertulios debatían acaloradamente sobre las tasas de paro y los beneficios de flexibilizar el mercado de trabajo. Uno de ellos, con aspecto de marxista recalcitrante, combinó dos datos que llamaron mi atención: durante el 2008, un joven español debería haber dedicado el 85,1% de su salario para comprar una vivienda; entretanto, el coste de cada soldado español en Afganistán asciende a 1.300 euros al día. Miré a mi alrededor por si también allí había algún escritor y, vaya suerte, había uno. Me acerqué y, por aquello de romper el hielo, le pregunté si no le parecía que eso que estábamos oyendo era de libro. Me miró con perplejidad y me dijo displicentemente que él era novelista y que ya había pasado el tiempo de mezclar política y literatura. Por lo demás, él ya había escrito una novela sobre la Guerra Civil, tratada, eso sí, desde un punto de vista que obviaba cualquier partidismo ideológico. Ahora, por favor, ¿podía dejarle continuar viendo el debate?

Fui a otro bar. En la televisión, un grupo de tertulianos parecían querer arrancarse los ojos mientras ventilaban trapos sucios. Los clientes miraban aquello como hechizados e intercambiaban divertidos comentarios. Pero ninguno allí tenía el aspecto de querer hablar de literatura.

Decidí probar suerte en un lugar más apropiado. Me acordé de que en la ciudad existía un Círculo de Bellas Letras y resolví ir allí. Pero no parecía haber nadie. Caminé por un largo pasillo con numerosas puertas a cada lado, todas cerradas, con letreros en que se leía: "Propiedad intelectual", "Libros más vendidos", "Premios y concursos", "Ayudas institucionales" y cosas de este tipo. Finalmente, un conserje me informó de que, pues se acercaba la Nochebuena, los escritores estaban ensayando una especie de pesebre viviente. La idea, destinada a promover la lectura, parecía muy divertida. Se trataba de representar el Nacimiento poniendo, en el lugar del Niño, ¡el Libro del Año! Todos andaban excitados con la iniciativa, apoyada por el Ministerio, y que sin duda iba a atraer colas de visitantes. Se venderían miles de libros para regalo.

Entré al Salón de Actos y allí estaban reunidos un montón de escritores con los disfraces que iban a llevar para la ocasión. Reconocí a Espido Freire, muy bien caracterizada de Virgen María. Y a Manuel Rivas y Bernardo Atxaga, que daban estupendamente el tipo de pastores. Arturo Pérez-Reverte y Juan Manuel de Prada hacían de centuriones romanos; álvaro Pombo, de Rey Melchor; José María Merino, de Gaspar; Boris Yzaguirre, convenientemente tiznado, de Baltasar; Quim Monzó, de caganer. Etcétera. Pero Juan Cruz, que oficiaba de director de escena, andaba agobiado porque no daba con quien hiciera de San José. ¿Sabía yo de algún escritor que sirviera? Convendría que fuese calvo y llevase barba, y que, como San José, pusiese la expresión mansa y pasmada de quien prefiere no enterarse de nada. ¿No se me ocurría quién?

El caso es que sí, que yo estaba convencido de que sabía de alguien idóneo para ese papel, pero aunque lo tenía en la punta de la lengua no había forma de que me saliera el nombre.

Entretanto, Rosa Montero y Gustavo Martín Garzo, disfrazados de ángeles, desplegaron una especie de pancarta en la que se leía aquello de "Gloria a Dios en las alturas, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad", sólo que ingeniosamente trastocado: en lugar de Dios, ponía Cervantes. Joaquín Sabina había hecho un villancico con eso, e iba a ser la puntilla del evento.

Por mi parte, hacía ya mucho que me había olvidado del propósito con que había salido de casa. Ahora regresaba con la mente en otras cosas, canturreando sin querer el pegadizo estribillo: "Gloria al Cervantes en las alturas, y en la Tierra paz a los hombres de buena voluntad... Paz a los hombres de buena voluntad... Paz a los hombres de buena voluntad...".