Francisco Javier Irazoki
Aquel adolescente tenía los dones que se piden a las estrellas musicales: el misterio, la belleza física, una gracia verbal que no ha envejecido. Cuando dejaba a un lado la guitarra de su grupo de rock, difundía en los periódicos varios manifiestos en los que brillaba una inteligencia festiva. Identificaba la muerte con el agua, y falleció a los diecinueve años en la bañera de su casa. Pero, debajo de la espuma de esas anécdotas, Félix Francisco Casanova había escrito muchas páginas que, tres décadas más tarde, satisfacen al lector exigente. Ahí están, acompañando a quienes hablan del
Rimbaud español, los poemas transparentes e inagotables de
Una maleta llena de hojas. La editorial Hiperión juntó, en 1990, casi todos los versos del muchacho en el volumen La memoria olvidada. Y aún nos impresiona la facilidad con que Félix Francisco Casanova hizo saltar por los aires una superchería que niega a los autores jóvenes la aptitud para crear novelas importantes. Su talento veloz le permitió quemar etapas y así pudo escribir
El don de Vorace, reeditada ahora por Demipage. Su nombre es un mapa fiable para los buscadores de diamantes literarios.