Francisco Javier Irazoki



En cualquier ambiente de fervor, cuando era joven me gustaba decir que la calidad de unas ideas políticas se podía medir por su respeto a las contrarias. Pasado el tiempo, encontré un método más eficaz y rápido para sopesar dichas calidades: comprobar si la ideología era compatible con el sentido del humor. La prueba es muy fácil. Aplicamos una pequeña dosis de jocosidad a los nacionalismos e inmediatamente se descosen sus cuerpos hinchados de orgullo tribal y egoísmo económico. Y no digamos nada si hacemos idéntico experimento con el fascismo, la dictadura del proletariado y otras creencias transmitidas desde un catálogo de dogmas. Así he llegado a la modesta conclusión de que no existe ninguna justicia sin la alegría autocrítica. Que se lo pregunten a los lectores de Mark Twain, Laurence Sterne, Heinrich Heine y demás humoristas tiroteados por el pensamiento ortodoxo. Para defendernos, sólo queda la solución de aprender a vivir con personas cuyos gestos y palabras trituran nuestras risas. No hubo una plasmación errónea de las bellas teorías; he visto el infierno en su rigidez sagrada.