Ignacio García May



Gilbert y Sullivan estrenaron Ruddigore en 1887, un año antes de que tuvieran lugar en Londres los crímenes de Jack el Destripador. No pretendo sugerir que la obra tuviera influencia alguna en los célebres asesinatos pero sí llamar la atención sobre el hecho de que el índice de criminalidad era terrible en aquel Londres finisecular. Los periódicos de la época comparaban el Támesis con el Ganges por la cantidad de cadáveres que bajaban diariamente por sus aguas; de hecho, la lista de víctimas de Jack nunca se aclaró del todo porque hubo más asesinatos de mujeres en aquellos mismos días. Por supuesto, este clima de violencia iba unido a la extrema miseria que se vivía en ciertos barrios londinenses y que ya Engels había denunciado en 1844. Bernard Shaw, con su característica ironía, aseguró que Jack era un "reformador social" porque había conseguido algo extraordinario: que las autoridades se interesaran por la pobreza de Whitechapel. Todavía en 1903, en su libro La gente del abismo, Jack London pudo describir escenas espeluznantes de indigencia y humillación. Baste recordar que en algunos albergues los mendigos dormían de pie, sujetos con cuerdas a la pared. Ruddigore fue mal recibido durante su estreno y, aunque las críticas fueron dirigidas a la partitura y a los diálogos, me pregunto si el fracaso se debió a que aquella comedia truculenta resultaba incómoda para los espectadores que frecuentaban el elegante teatro Savoy, o si por el contrario les pareció demasiado suave, visto lo que tenían alrededor. Nosotros no precisamos de excusas para disfrutar abiertamente con la estupenda versión de cámara y estética a lo Edward Gorey que Egos Teatre presenta en el Fernán Gómez de Madrid.