Portulanos



Sentado en la sala Francisco Nieva del Teatro Valle Inclán mientras espero a que empiece el ensayo general de Mi alma en otra parte, caigo de pronto en la cuenta de que en este mismo espacio se han representado en breve espacio de tiempo varias obras, todas ellas de autores contemporáneos, relativas a la importancia de la tierra, tanto en sentido literal como metafórico.



Pienso en la obra homónima de José Ramón Fernández, en Días estupendos de Sanzol, con aquel árbol gigante que, al igual que el pino del Nôh, funcionaba como eje en torno al cual se tejían las historias. En tiempos de desarraigo y deshumanización los jóvenes dramaturgos parecen haberse impuesto la recuperación de lo telúrico igual que los románticos reclamaron para sí la fantasía de la que el racionalismo ilustrado pretendía privarles.



El texto de José Manuel Mora (compañero en estas páginas) se compone de verdades íntimas y pudorosas, trágicas a su pesar. Aristóteles separaba lo épico de lo dramático por razones formales pero la verdadera diferencia es que el gran drama no necesita heroicidades sino tan sólo contar las pequeñas cosas que componen la lucha sin fin de los seres humanos. Por eso aquí todo es mínimo, sutil, conmovedor: una mujer que no puede dormir, una niña que duerme y tiene pesadillas, un hombre que compra un pedazo de tierra sin valor sólo porque él y su amada habían hecho allí "algo muy delicado". En escena, un perro auténtico, un hermoso galgo negro, desobedece sus instrucciones desconcertando a los actores, alterando el ritmo del ensayo. No importa: el animal invoca, con su mera presencia, con su vagar tímido y ausente, esa frontera sutil a través de la cual la vida se cuela en el teatro.