Fernando Aramburu



Pocas figuras públicas habrán recibido de sus contemporáneos tamaños elogios como Gregorio Marañón. España, nación ruidosa, propicia al artista genial, raramente suscita el científico digno de la admiración del mundo. A Marañón le cupo el destino de desarrollar una variada gama de aptitudes intelectuales. Cosa inhabitual en su país, fue un trabajador disciplinado (dormía cinco horas diarias), un hombre sereno, de polifacética sabiduría, entregado a actividades destinadas a socorrer al prójimo. Creía en valores escasamente útiles para la política, como la honradez y la verdad. Primo de Rivera le sirvió una ración de cárcel. Se desdijo del fervor republicano como quien se aparta de la pelea en un bar. Franco admitió su regreso a condición de que aportara al régimen la luz de su prestigio. Marañón traga el sapo: acepta una docena de honores, pronuncia discursos. Al llegar a casa, se quita el sombrero, el gabán y la máscara.