Fernando Aramburu



Nos creíamos únicos, completos, individuales. Pobres ilusos, somos un conglomerado de billones de cachitos húmedos, cada uno con su membrana elástica, su núcleo y su citoplasma. Miras dentro y todavía hay más, pero ni rastro de Dios ni sombra de un espíritu. Puedes agradecer que no eres un cardo borriquero o el marrano de Jabugo con cuyas lonchas de jamón te deleitas, porque, celularmente hablando, te ha faltado poco, amiguito. Lo dijo Maurice Maeterlinck en su día: lo inmenso funciona como lo diminuto, y las leyes que rigen el cosmos entero en nada se distinguen de las que gobiernan una gota de rocío. ¿Quién nos asegura que el universo que nos contiene, con sus galaxias y su materia oscura, no es sino una simple célula de un cuerpo mayor? Pongamos la célula de una lombriz inconmensurable. Pongamos una partícula insignificante dentro de una lágrima descomunal.