Francisco Javier Irazoki



El abuelo, pastor y panadero, circula en bicicleta por las calles de la isla donde vive. Lleva a su nieto dentro de la cesta del pan. En esa escuela de olores, insularidad y penuria se instruye el futuro pintor y poeta Manuel Padorno. En cuanto aprende a escribir versos, pide un día de veinticinco horas o canta a un afilador de tristezas. Son años de dictadura política y desdicha cultural. Contra esta doble pesadumbre el joven crea su arte. Como tiene un impulso natural de innovación, desestima el realismo de una sola capa. También disiente de los que en lugar de poemas componen jeroglíficos indescifrables. Para orientarse bien, elige la amistad de Martín Chirino y Manolo Millares. Cuando leemos los libros iniciales del tinerfeño Manuel Padorno, sentimos la certeza de que la geografía le proporciona una libertad sensorial que no es sólo europea; sus palabras transmiten música de África y América. Las obras posteriores reflejan la equidistancia cultural de Canarias. Más tarde, instalado en Madrid, funda una editorial que va a dirigir su esposa, Josefina Betancor, para acoger a nuevos talentos. En el refugio se cobija un muchacho alto de estatura e inventiva: Félix Francisco Casanova. Hasta los días finales, Manuel Padorno pinta y escribe desde una juventud de rumbo imprevisible. El artista muere en 2002. Con la edición de la antología La palabra iluminada (Cátedra), su nombre viaja ahora recogido en la cesta de los autores clásicos