Marta Sanz



El lector -el santo, el tenista o el ministro- no nace, se hace. Desconfío de las lecturas indocumentadas, pero también de esa lectura pedantesca que para denostar un libro utiliza chistes y para alabarlo vomita metáforas cosmogónicas, grandes palabras, eslóganes. No me refiero solo al crítico, sino al lector que merece ese nombre: al que, consciente de sus limitaciones, reflexiona sobre las causas de su insatisfacción o su placer; al que construye un juicio sobre el texto y, mientras lee -duda, se superpone a la frase, la tacha, bucea debajo de ella...-, construye otro juicio sobre sí mismo. Se hace una autocrítica como lector. Incluso como persona.



No sé dónde se encuentra el punto medio sobre el que bascula la virtud del juicio lector. Hay que equilibrar experiencia, ideología y conocimientos, y dejar que el texto hable: bajo la periferia connotativa, está el núcleo de lo que alguien quiso expresar con mayor o menor acierto. Sin embargo, me cuesta encontrar un espacio entre el impresionismo -la lectura de piel, el talante dictatorial de un niño que coloca la ficción del yo sobre cualquier cosa- y la afectación falsaria. Ensayo una fórmula: leo con frivolidad las películas de Lars von Trier y El hombre sin atributos, mientras me tomo en serio la cuestión erótica y de clase en la obra de Agatha Christie o abordo críticamente -ninguna voltereta debería permanecer impune- los giros de Bisbal y los programas rosa. El experimento está dando sus frutos.