Ignacio García May



Münchhausen es la historia de una familia con misterio: el niño Nik está enfermo desde que nació pero no se sabe de qué ni por qué, y eso pese a que su padre es médico. Acosado por un sonido enigmático, un kik angustioso y martirizante que parece provenir de todas partes, el chiquillo recorre, incansable, las habitaciones y pasillos de la casa familiar, que no es una mansión gótica decorada con gárgolas y chimeneas sino un hogar moderno, higiénico, pero igualmente tenebroso. Indagando sin indagar, saltando de un familiar a otro, Nik, que habla con un gemelo muerto, como el protagonista de El otro, de Robert Mulligan, solicita una y otra vez que le cuenten una historia. Y le cuentan muchas, pero ninguna es la que él busca.



O la que necesita: atrapado entre los mimos desmedidos de una madre perpetuamente atribulada y la incapacidad para el amor del resto de la familia, Nik deviene a un tiempo detective y víctima de su propio caso. Porque Münchhausen es, de algún modo extraño, un relato policial. Y una comedia negrísima. Y también una historia de aventuras. Nik cabalga su patín como los héroes de la mitología sus fieles alazanes. Además, y sobre todo, es el retrato severo, feroz, de toda una sociedad: la nuestra, triturada desde un extremo por el sentimentalismo más patético y desaforado, y desde el otro por un cinismo horripilante. También nosotros oímos un kik: el de la maquinaria insostenible de nuestro mundo feliz deteniéndose poco a poco, pieza a pieza. El texto de Lucía Vilanova es de una belleza deslumbrante, los actores están magníficos del primero al último y Salva Bolta ha dirigido la función con una precisión kubrickiana. Un espectáculo magistral en el Valle-Inclán de Madrid.