Marta Sanz



Ya estamos en 2012 y, con el 2011 cumplido, afirmamos que, salvo muestras parciales de buena voluntad, las conmemoraciones del centenario del nacimiento de Gabriel Celaya han sido famélicas. "No consta", dicen, tras consultar las bases de datos de los ordenadores, los dependientes de lugares donde se venden libros pero no son librerías. La mezquindad con que se ha no-celebrado -¿se acuerdan de los no-cumpleaños de Humpty Dumpty?- el siglo de Celaya quizá tenga que ver con su condición de poeta no-floral y no-masturbatorio: Celaya, poeta público, defendió un proyecto, indisolublemente literario y político, retórico e ideológico. La muerte le llegó tras sufrir esa pobreza común a muchos escritores sobresalientes que se consumieron, se consumen y se consumirán en habitaciones alumbradas por bombillas de cuarenta vatios, en comedorcitos sin lujo, pidiendo favores que no se conceden, porque el fruto de su trabajo no les da para pagar las facturas. Menos mal que estaba Amparitxu.



En 2011 la editorial Atrapasueños publicó La poesía es un arma cargada de Celaya, una mini-antología del autor que se acompaña de poemas-homenaje firmados, entre otros, por Javier Egea, Marcos Ana, Carlos Álvarez, Fanny Rubio, Isabel Pérez Montalbán… Yo también escribí un poema donde cuento qué es para mí la poesía de Celaya: cajas de herramientas, olor a húmedo de las obras donde juegan los niños, versos que sirven para llenar barrigas, para construir casas, para pagar la luz.