Ignacio Echevarría
Así como la sofisticación y el refinamiento -tantas veces confundido con el amaneramiento- suelen quedar automáticamente asociados a la alta cultura, a las manifestaciones de la baja cultura se les atribuye, de manera casi instintiva, un marchamo de autenticidad. Algo extraño esto último, si se considera que lo que se reconoce como baja cultura supone las más de las veces una versión degradada, cuando no caricaturesca y en cierto sentido falsificada, de lo que, con suspicacia creciente, se percibe como alta cultura. Pero es que los contrastes entre alta y baja cultura aparecen no pocas veces distorsionados por una lamentable confusión: la que asimila la baja cultura con la cultura popular, que de ningún modo viene a ser lo mismo, por mucho que para liarlo todo se haya interpuesto, de un tiempo a esta parte, una categoría tan equívoca y resbalosa como la de lo "pop".
Los contrastes entre alta y baja cultura enmascaran a menudo el recalcitrante antiintelectualismo que una y otra vez aflora, de forma nada inocente, en la cultura de masas, y que encuentra su más estúpida radicalización en la burda oposición entre vida y arte. Es por ahí por donde suele colarse, siempre triunfante, esa idea de autenticidad que entretanto ha pasado a constituir para algunos una especie de culto.
Suelen profesar este culto algunos artistas y escritores que se jactan de su origen humilde y que hacen profesión de la circunstancia para ellos heroica (aunque mucho más común de lo que piensan) de haberse educado en un entorno iletrado, ya que no analfabeto. En el actual horizonte de la narrativa española destacan dos autores que han hecho gala, y también industria, de esa especie de aristocratismo al revés que consiste en no ser en modo alguno eso que ellos entienden demasiado ampliamente por "pijos". Me refiero, en efecto, a Alberto Olmos y a Javier Pérez Andújar, cuyos libros más recientes, Ejército enemigo (Mondadori, 2011) y Paseos con mi madre (Tusquets, 2011), han recibido una importante atención por parte de la crítica, que en términos generales ha saludado al primero con respetuosa aprensión y al segundo con aprobación entusiasta.
Se trata de dos escritores de muy distinta cuerda, pertenecientes a dos estratos generacionales asimismo distintos, a los que parece unir, sin embargo, el hecho de tomarse a sí mismos como una especie de encarnación de Martin Eden, el inolvidable personaje de Jack London. El modelo confeso y profeso de Olmos y Pérez Andújar no es sin embargo London, sino -y tendría interés escrutar las causas de que así sea- Francisco Umbral, escritor marcado por su origen desclasado y por su formación autodidacta, que en su caso se tradujeron en cierta labilidad ideológica, sentimentalmente escorada a la izquierda, y en una talentosísima aptitud para la bisutería estilística, eso que Juan Marsé (escritor poco sospechoso de elitismo) ha denominado, quizá demasiado desdeñosamente, "prosa sonajero"".
Mientras Olmos, animado por una saludable aunque alborotada voluntad de intervención, ensaya con atrevimiento y muy irregular acierto las nada favorecedoras poses del resentimiento, Pérez Andújar (cuya mordiente ha descendido varios grados desde que en 2002 publicara Catalanes todos y se afianzara como cronista de la edición local de El País, especializándose en postales del extrarradio barcelonés) abunda machaconamente en una suerte de "esoterismo lírico" -como él mismo lo llama- trufado de obrerismo camp, políticamente desactivado. Pérez Andújar emplea la greguería como una forma de salirse por la tangente ("preferiré la frase por encima de la idea", declara muy satisfecho poco después de haber afirmado que "el humorista es un lírico metido en la lucha de clases"), y se permite citar en la misma tirada a Philip K. Dick, a John Dowland, a Marcel Proust y a Sarah Bernhardt, para exclamar tan contento algunas páginas más adelante, como si con él -quizá porque pertenece a "la internacional de los bloques"- no fuera la cosa: "¡Qué pija es la cultura!".
Creo que es en uno de los libros de Olmos donde se cita esta frase de Umbral: "No lucha uno para llegar a ser profundo, verídico, útil o mejor. Se lucha por llegar a ser solemne".
La frase tiene su miga, no se dejen engañar por la primera lectura.
Con la coña que nos traíamos todos, y resulta que se trataba de eso.