Ignacio García May.

Hay en el western un personaje que se repite con frecuencia: es el del pistolero veterano que desea retirarse y vivir en paz pero que no consigue hacerlo porque en cada ciudad que visita encuentra a un cretino que pretende hacerse famoso desafiándole y acabando con su vida. El pistolero, víctima de su propia leyenda, no tiene más remedio que enfrentarse al matón de turno, a la espera de que algún día aparezca el que finalmente le mate. Robert Lepage lleva ya tiempo padeciendo el síndrome del pistolero. No es el único: la cultura de los grandes festivales tiende a producir este resultado incluso entre los mejores. Los programadores de las grandes capitales no hacen una labor cultural, sino de propaganda, y pagan por exponer en sus vitrinas a los grandes pistoleros del arte. Si estos quieren permanecer en el circuito se ven empujados a imitarse cada vez más a sí mismos, manteniendo la leyenda. La de Lepage le presenta como un director "tecnológico", un habilidoso cultivador de la pirotecnia visual. Pero eso es un malentendido; su auténtica gran virtud fue siempre la de defender la pura pasión de narrar historias en una época en que tantos gurúes del teatro ponían en cuestión el concepto mismo. Claro que hay en Juego de cartas cosas magníficas: la idea de mostrar a los actores enterrados hasta la cintura en el suelo nos recuerda la importancia que el plano medio ha cobrado en nuestra percepción visual. Pero hay un momento en que se descubre uno más pendiente del trasiego de la escenografía que de lo que se está relatando. Lepage, ocupado en contar las muescas del revólver, se ha olvidado de comprobar si tenía balas en el tambor.