Fernando Aramburu



Hijo de la concisión con intensidades de místico, consagró su vida entera a la creación de una lengua poética. Creía firmemente en plenitudes, en artefactos impalpables como la pureza, la verdad, el espíritu, cuya escasa utilidad mecánica, especialmente para la gestión social, le atrajo no pocas incomprensiones. Fue un hombre con fuertes rachas de tristeza, mucho más compasivo de lo que algunos pensaban. Lo prueba su copiosa correspondencia. Ejerció, sí, el orgullo, que lo llevó al rechazo de honores, a la reclusión despechada, a la abundancia de enemistades, y parece que llegó a considerarse en alguna fase de su vida capataz o tutor de poetas. Tenía, no es posible ignorarlo, muy mala leche, así como una verba afilada idónea para zaherir; también un corazón solidario y, en momentos de tragedia nacional, una impecable coherencia con su convicción moral. Dichosos los provistos de paladar para el disfrutre de su poesía.