Francisco Javier Irazoki



Todavía persiste el eco de unas tesis controvertidas de Mario Vargas Llosa. Del análisis que el novelista hizo acerca de la cultura contemporánea ha pasado inadvertida una flecha en el centro de la diana: la crítica a la oscuridad con que se expresan ciertos ensayistas franceses. Se refería sin misterios a Jacques Derrida, a quien acusó de haber usado una jerga laberíntica para hinchar pensamientos triviales. Según Vargas Llosa, el filósofo Derrida y el psicoanalista Jacques Lacan se perdieron en un "vacío destructor". Personalmente he comprobado que el fraude empieza en la enseñanza secundaria de Francia. Los estudiantes de filosofía aprenden insinceridad cuando desean conseguir buenas notas en los exámenes. El joven alumno se ve confrontado con unos textos de escritura opaca y pronto domina las técnicas del pícaro: echa paletadas de niebla verbal a sus páginas y así disimula la ausencia de ideas. Sin embargo, el país cuenta con otro modelo de intelectuales. Yves Lacoste o Béatrice Giblin representan la nitidez comunicativa. Gracias al trabajo durante décadas, tienen una larga lista de discípulos instruidos en la claridad. Para ellos, las palabras deben ser un vehículo transparente que traslade los razonamientos y sus debilidades. Al escucharlos o leerlos sentimos que nos alejamos de cualquier trampa de la retórica. Todo sin la arrogancia moral de los sectarismos. La duda constante y un verso de Jorge Luis Borges ("por el lenguaje, que puede simular la sabiduría") vigilan sus reflexiones.