Fernando Aramburu



Consagrarse al ejercicio paciente del cómputo silábico, de la búsqueda de rimas, para expresar desasosiego. Practicar los hábitos añejos de la queja, proclives al grito y a esa cosa infantil del adulto que rompe sus juguetes descontento con el destino trágico de la especie. Abolir (de boquilla, no hay más remedio) el yo y luego buscar identidad, denigrar el modelo social que nos masifica y, de paso, firmar los propios libros. Hallar dicha en la celebración del sufrimiento. Sufrir de tanta soledad con premios, entrevistas, traducciones. Proclamarse incapaz de la nostalgia y a continuación dirigirse, dulzón, a quien no ha sido amado. Menudear la frase aparatosa, la afirmación rotunda. Alojar enunciados en zonas de suciedad, de dolencias. Imprecar. Aborrecer lo único que con certeza existe: el mundo. Incurrir a un tiempo en el escándalo y el soneto. Pregonar lo negativo sin dejar de ser un famoso escritor francés.