Fernando Aramburu



Al clérigo colérico le quedan pocos meses de vida cuando ordena la ejecución de Salman Rushdie. Dueño de cuerpos y almas, gestiona cadalsos en representación de Dios para velar por la verdad única, que casualmente es la suya, en nombre de la cual propugna el amor al prójimo, la caridad y esas cosas que han de practicar sus adeptos, él menos. No se conforma con la jurisdicción del templo, sino que manda sobre ejércitos y territorios, y es conocido por su escaso talante compasivo. Aunque desdeña la materia, ofrece mucho dinero a quien mate al novelista. Su desasosiego vengativo comporta un homenaje involuntario a la palabra de las mentes libres. Es de agradecer que sólo dispusiera de horcas, lapidadores y fusiles, y no de la bomba atómica, por ejemplo, para aliviar a Dios de la excesiva carga de imponer castigos. Tenía un nombre, pero no merece mi recuerdo.