Ignacio García May



El tema del IVA no acaba en la demostrada ignorancia del Gobierno ante el funcionamiento de las industrias culturales, por grave que esto sea. Hay otro factor que conviene registrar aquí, y que tiene que ver con la propia profesión. Como su costumbre es quejarse siempre, cuando tiene razón y cuando no, y además tiende a sobreactuar (no hay más que ver las teleseries españolas), resulta que su respuesta a este problema (y eso que esta vez tenía razón) ha traído consigo un efecto contraproducente: la impresión de que el teatro se volvía, de pronto, un lujo carísimo, fuera del alcance de los ciudadanos, lo cual ha asustado a un público ya de por sí reticente. Pero esto es falso: incluso con la puñalada trapera del impuesto, las entradas de teatro se mantienen en un precio muy asequible, y los espectadores tienen que saberlo. De hecho, algunos empresarios valientes han decidido asumir ellos la subida y no revertirlo en las entradas. Y por el contrario, ciertos profesionales marrulleros están utilizando lo del IVA, como utilizan cualquier otra cosa, para justificar sus propias incompetencias. En estos tiempos que se nos vienen encima no será el precio de las butacas lo que haga que el público vaya o no vaya al teatro, sino la naturaleza misma de los espectáculos. El teatro ha vivido durante años en la endogamia, en una dinámica que consistía en insistir mucho en la propia importancia pero sin tomarse la molestia de demostrarla y depositando siempre la responsabilidad de cualquier desastre en manos de terceros. A la profesión entera le toca reinventarse. Porque lo verdaderamente grave es que el teatro genera preocupación, pero no pasión. Eso es lo que debe cambiar.