Marta Sanz



Me preocupa resolver la contradicción entre el elitismo de las propuestas culturales de riesgo y la vocación de ser popular. Que los proyectos artísticos encuentren su único receptor en un cenáculo de iniciados. Desearía que no habláramos solo para el que ya sabe. Que los que tomamos la palabra aprendiésemos de cada interacción, hallando el equilibrio entre la permeabilidad y las convicciones. Estas inquietudes se avivan ante el recorte al que el gobierno somete a la cultura, identificándola con el entretenimiento y al entretenimiento con lo accesorio.



También me acuerdo de esta cuestión cuando Bisbal actúa en el Real, el Carnegie Hall, el Royal Albert Hall, y parece que se amortigua el conflicto entre el gusto popular y la exquisitez de las élites. Pero lo popular y lo comercial no son sinónimos, y tal vez no conviene asumir acríticamente la exigencia de rentabilidad impuesta a la cultura.



Los mercaderes irrumpen en un lugar que nunca debió ser templo y, en una voltereta paradójica, parece que solo las moneditas de oro desacralizan el altar de la cultura y la "popularizan". Algo -perturbador, incluso maligno- no encaja en la composición del cuadro. Una imagen resume mi concepción de la cultura popular en sintonía con la popularización de la cultura. No es la de Bisbal mientras canta Bulería sobre el escenario del Royal Albert Hall. Es otra: la London Symphony Orchestra toca en mitad de la plaza de un pueblo. Al lado, la churrería y el puesto de choripanes. La tómbola, respetuosamente, ha dejado de funcionar, pero reanudará sus actividades en cuanto acabe el concierto.