Image: El Castor al desnudo

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Opinión

El Castor al desnudo

Por J.J. Armas MarceloVer todos los artículos de 'Al pie del cañon'

19 octubre, 2012 02:00

J.J. Armas Marcelo


Hace décadas eran dioses, los amos del mundo y la palabra. Sus escritos eran sagrados, cuanto decían o escribían se convertía en dogma para las izquierdas y anatema para las derechas. A él le otorgaron el Nobel de Literatura y lo rechazó, un desplante que sin embargo no le impidió reclamar, entre sombras y con alevosía, el dinero del gran galardón. Ella fue la amante de Francia, la reina de las mujeres, la profeta mayor del feminismo. Él la engañaba a ella a la primera oportunidad, ella le engañaba a él con pasión constante, en cada esquina de París o del mundo. Cuando Art Shay la desnudó con su Leica para la eternidad en una habitación de hotel en Chicago, ella no sabía que la estaban fotografiando. Estaba de pie, de frente al espejo del cuarto de baño y recogiéndose el cabello de odalisca insaciable, completamente desnuda y de espaldas a la cámara. Se estaba acabando el profundo amor pasional de la diosa con uno de sus amantes más locos e inteligentes, gran conocedor de los bajos de su ciudad, Chicago, gran escritor, lúcido reportero y periodista de estilo seco y duro: Nelson Algren.

Nos pasamos una tarde entera en Le Marceau, a dos pasos del Instituto Cervantes de París, hablando de Simone de Beauvoir, de Sartre y del libro de Irène Frain, historiadora y biógrafa de lujo, Beauvoir in Love. Estábamos dos escritores franceses jóvenes, tres mujeres muy inteligentes, un editor parisino, el diplomático peruano Alonso Rey Rosas, y yo. En esa tertulia me enteré de los amores de la poeta Blanca Varela, un amor, con un hermano de Simone de Beauvoir, escritor de novelas raras, que nunca triunfó del todo, con el pelo rojo y los ojos saltones como langostas del desierto sahariano. Se reunían en secreto durante tardes y noches enteras con Simone y su amante francés de turno a beber y a jugar incansablemente al Monopoly, hartos del mundo y divertidos como niños recién salidos de la escuela. Eran los años cincuenta y Sartre vivía bajo palio. Ni Albert Camus era lo que hoy es, y seguirá siendo, ni nadie le sostenía la mirada. Todo cuanto se preguntaba tenía una respuesta que sólo él, el gran filósofo existencialista, podía dar. Miraba al mundo desde el cielo y al cielo desde su gran trono, pero engañaba al Castor y el Castor lo engañaba a él. Los dos sabían que se engañaban, pero hacían como que no se enteraban.

Él le decía a sus admiradores más cercanos que jamás le diría al Castor que la engañaba, ella lo engañaba como si el genio no supiera nada y Nelson Algren fue uno de sus pasiones conocidas. Seguimos en los cincuenta del siglo pasado y vamos todos de cabeza a un falso fin del mundo, la vida no vale nada, la guerra es una inmensa e interminable guillotina, París era como siempre una fiesta que no se acaba nunca y Sartre el único dios verdadero de un mundo ya sin sentido.

En la tertulia de Le Marceau hablamos de otros escritores, de libros cercanos, de amoríos varios y desvaríos interminables, pero la conversación retornaba una y otra vez al Castor, Sartre y a Nelson Algren: vidas de gigantes de la palabra y la vida, memoria del siglo y gloria de las vanidades mundanas. En la noche, cansados de esa literatura seguimos con otras literaturas en El picaflor, el restaurante peruano de cocina arequipeña que fuera del Gran Lalo, personaje de La vida exagerada de Martín Romaña, una novela que leí en original cuando era director editorial de Argos Vergara en Barcelona (y, sí, lo siento, bufones y gacetilleros, la ciudad de los prodigios y yo nos sentíamos allí mucho más libres que ahora en el mismo lugar y con la misma gente), una de las grandes novelas de Bryce Echenique que terminó publicando Carlos Barral en la Biblioteca del Fenice.

Causa limeña, chupe de camarones, ceviche mixto, seco de cordero y, de postre, helado de vainilla y pastel de lúcuma. Demasiado para una sola noche inolvidable que acabamos paseando por el Boulevard Sant Germain para bajar los humos de la opípara cena y de los chismes gloriosos que se contaron en ella. Dije que me estaba apasionando la lectura de Antigua luz, de John Banville. Los demás hablaron de Alida y Julio Ramón Ribeyro. Literatura, París, que no se acaba nunca, y amistad: tres mosqueteros para la vida. Y, al fondo, en el recuerdo de esa noche, el Castor desnudo, con sus zapatos de tacón y su cuerpo blanco, todavía joven, Chicago en 1952.