Image: La aparición en el garito

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Opinión

La aparición en el garito

Por J.J. Armas Marcelo Ver todos los artículos de 'Al pie del cañon'

16 noviembre, 2012 01:00

J.J. Armas Marcelo


Esa noche, en El Garito de la librería La Central de Callao, en Madrid, Héctor Abad iba a leer algunos poemas de su último libro. Poemas de amores nostálgicos y amigos perdidos para siempre en la muerte. Yo hablaba con Alonso Cueto. Ponderaba el magnífico texto de Christopher Hitchens, Mortalidad (Debate, 2012). Le dije a mi cuate Cueto que yo había sentido ese vértigo en una sola ocasión en toda mi vida. Un verano, abrí una ventana de mi alcoba, en un cuarto piso, y una voz interior me invitó a lanzarme al abismo. Otra voz me contuvo en el instante en que el vértigo me quitó el sentido y se apoderó de mí. Pensé en Dios. Dudé de su existencia una vez más, pero en el momento de decidirme quise creer que existía y era esa voz contra la muerte inminente.

En Mortalidad, Hitchens desgrana una a una las sensaciones de la muerte que se acerca para llevárselo. Habla de la vida y del duelo que hay que librar con la muerte hasta el último segundo. Pero Hitchens es duro como un diamante: sabe que Dios no existe. O que es malo. Toda su vida, Hitchens se la pasó en la estética absoluta del ateo, nunca cedió ni un milímetro. El hombre está solo y se acabó. Le hablé a Cueto de un texto tan bello como Mortalidad, Esa visible oscuridad, de William Styron: su lucha contra una depresión de caballo, su pelea a muerte contra el alcoholismo, su pulso con la vida y con la muerte.

Estábamos en eso, cuando Héctor Abad comenzó a leer sus poemas. Leyó "Bigamia": el recuerdo de amor profundo de las dos mujeres con las que se casó, todo cuanto aprendió de ellas y la manera en que, aunque parezca mentira, se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco. Porque a veces o siempre la vida es un bolero. Leía Héctor Abad sus poemas y, de repente, entró una mujer bellísima en El Garito. Tacones altos en zapatos negros, muy atractivos. Falda negra y corta: medias negras. Camisa blanca que guardaban el secreto de unos hermosos pechos de mujer aún no madura del todo. Cabello corto negro, y una cabeza armónica: rostro sin mácula, piel morena de apariencia suave. Ojos también negros, atentos a cuanto pasaba alrededor suyo. Y sus manos: una delicia. No habló con nadie, se sentó cerca de donde yo estaba y tomó algunas fotografías de Héctor Abad recitando su poema "Virginidad".

Los escritores que estábamos en El Garito la vimos todos; todos miramos hacia ella y detuvimos una vez tras otra nuestros ojos sobre aquella figura fascinante que se aparecía en una de nuestras noches literarias. La voz de Héctor Abad, sentado en el escenario de El Garito como un Papa literario, imbuido de sus propios versos y recuerdos, daba pie a que su palabra volara en ecos sucesivos por todo el ambiente. Todo estaba transcurriendo con normalidad. Nos agasajábamos unos a otros, nos hablábamos, intercambiábamos información y chismografía; hablamos de las últimas declaraciones de Bryce ("¡Que se jodan!"), de las ponencias que por la mañana habían leído en la Universidad Europea de Madrid Gonzalo Celorio, Gustavo Guerrero, Jorge Eduardo Benavides y Fernando Savater: 200 alumnos siguiendo la palabra de los maestros. Y entonces apareció ella.

¿Quién era? ¿Quién? ¿De quién era la amante secreta, a quién había venido a buscar a El Garito, al poeta, a mí, a Jeremías Gamboa, a quién? Apareció de repente, se sentó muy cerca de mí, cruzó las piernas como una divinidad griega (¿y cómo cruzan las piernas las divinidades griegas? Con una superioridad y una excelencia de diosas, amigos). Cuando Héctor Abad acabó de leer sus poemas, todos volvimos a mirarla mientras caminaba hacia el escritor con dos libros en la mano. Seguro que para que se los firmara. Todos esperábamos que, a partir de ahí, celebraríamos aquella aparición hablando con ella y desvelando enigmas que nos atragantaban. Sentía la necesidad de saber su nombre y conocer algo de su vida. Entonces se dio la vuelta, se puso su chaquetón de cuero negro, y subió con lentitud los escalones hasta trasponer hacia la calle y desaparecer de nuestras pobres existencias. Había ocurrido el milagro: Cortázar nos había regalado el instante excepcional de aquella aparición. Era La Maga, un personaje bellísimo que no existe fuera de Rayuela.