Francisco Javier Irazoki



Después de extraerla de antiguas frases, he puesto a orear la palabra ética. En mi juventud prometí darle un uso secreto. Sobre todo porque la escuché pronunciada por hombres cuya deficiente seriedad se reflejaba en su escaso sentido del humor. Fueron los años en que tuve la suerte de relacionarme con una joven parisina que viajó a las ciudades vascas para escribir su tesis doctoral de Geopolítica. Ella veía la rapidez con que mis paisanos desenfudaban las nociones morales y, persona libre, dijo: "En ninguno de los lugares que conozco se habla tanto de ética y se practica menos lo que la palabra significa". Por supuesto que el vocablo tiene un hermano francés -éthique- con idéntico carácter que la voz española, pero duerme mucho en los diccionarios, bajo telarañas de cautela. Bien empleado, no sirve de coletilla retórica, sino para el compromiso personal. Implica una apuesta sin público. A cualquier adolescente se le avisa en las escuelas de que Billy el Niño y otros pendencieros jugaban con materiales menos inflamables que ese concepto. Esta precaución repercute en la mayor parte de la literatura francesa contemporánea. Tras las declaraciones a menudo ruidosas de Jean-Paul Sartre o las páginas ponderadas de Albert Camus, ha surgido una generación de intelectuales con moral prudente. Michel Houellebecq lidera el exiguo grupo que todavía escoge las estridencias y desmesuras. También los cantautores y roqueros actuales aprenden de los tonos distantes e ironía maestra de Georges Brassens. Probablemente atinen. Sigo pensando que las expresiones de mejor contenido deberíamos plasmarlas con la aplicación silenciosa, lejos de la exhibición y sus comercios.