J.J. Armas Marcelo



Estaba en Lima, en mi habitación de hotel, leyendo los capítulos finales de El tango de la guardia vieja, la última novela de Arturo Pérez-Reverte, a quien yo llamo "el verdadero Reverte". Estaba allí, mirando de vez en cuando por la ventana hacia la Avenida Salaverry y al cielo gris de Lima, leyendo y pensando que la novela de Pérez-Reverte tiene mucho de los maestros Somerset Maugham y Scott Fitzgerald. Sobre todo el Scott Fitzgerald de Tender is the night. Algo o mucho hay de magistral en los personajes, en el tratamiento del tiempo (de los dos tiempos: el pasado y el presente), en los lugares, el el barco, en el baile: mucho aire de maestro. Y entonces se me fue la cabeza a un personaje que conocí hace mucho tiempo: un pianista canario que llegó a ser el pianista "personal" del rey Faruk, el dueño de aquel Egipto con el que acabó Nasser.



Se llamaba Braulio Pérez y, según me contó una noche en el bar íntimo del Hotel Iberia, en Las Palmas de Gran Canaria, había conocido a Faruk en Londres. El tipo lo contrató para que tocara el piano en su barco y amenizara con su música las veladas interminables de aquel monarca vividor. Braulio Pérez tocaba como Sam en bar de Rick, "el americain", y podía ser sin duda un personaje para Casablanca. Estuvo en la corte de El Cairo, que él decía que estaba en Londres (porque Faruk se le pasaba en la City), durante doce años y la hermana de Faruk terminó por enamorarse de aquel personaje encantador que había nacido en Canarias. Fueron amantes. Braulio Pérez tocaba el piano ahora para la hermana de Faruk y también la acariciaba. Me contaba, muerto de la risa y ya en la vejez, aquellos años dorados que se han convertido para mí en un recuerdo, como sacados de una novela del mejor Scott Fitzgerald o del propio Somerset Maugham, a quien el viejo sabio José Manuel Lara llamaba "Su merced".



Braulio Pérez estaba ya en el regreso de la aventura de su vida, en Las Palmas de Gran Canaria. Había tocado el piano en París, Roma, Londres, Ginebra, en Nueva York, en Estocolmo, en el mundo entero, pero la vida tocaba ya sus últimos golpes y el hombre decidió regresar a Canarias. A tocar en el bar del Hotel Iberia en las noches tropicales de la isla. Allí llegábamos una pandilla de señoritos mimados por la vida y el viejo pianista, cada vez que entrábamos en el bar, tocaba para nosotros algunas notas de As time goes by. Una delicia. Así se ganaba la primera copa de Maria Brizard que tomaba en la noche.



La pandilla a la que me refiero la deshizo el tiempo y la vida, las traiciones bien remuneradas, las deslealtades gratuitas, y la muerte. Algunos ya murieron en la ruina, en el desastre, y otros viven como si estuvieran viviendo todavía aunque andan por la vida bastante muertos: vegetando y tratando de reírse para que no se les note demasiado la mueca triste que llevan en el corazón. Son personajes que recuerdo leyendo las páginas de Pérez-Reverte en Lima, después del sacudón que esta mañana, sobre las 6.20, a punto de amanecer, sufrió esta ciudad acostumbrada a los terremotos. Dos temblores no son nada en la vieja ciudad a la que uno de sus mejores escritores, Sebastián Salazar Bondy, llamó "Lima, la horrible", en un ensayo eterno que de vez en cuando releo en mis tarde madrileñas de fumador ocioso (digo ocioso, y no "opioso", que luego vienen los meapilas inquisitoriales a llamarlo a uno drogota).



Braulio Pérez aparece en una de las historias que cuento en mi novela La playa, todavía inédita pero progresando cada vez más, donde aparece toda aquella pandilla de remilgados señoritos a la que yo pertenecí en mi juventud más díscola. El gran personaje de esas historias del bar del Iberia era, en realidad, un boticario llamado Porfirio R. Artiles, que decía que él era el farmacéutico que más sabía en toda España, porque mientras los demás habían estudiado la carrera en cinco o siete años él había tardado catorce en terminarla. ¡Tiempos del franquismo en plena oposición!, esa oposición que se llama la vida, como quería Balzac, y a la que yo quiero pertenecer pasionalmente hasta las últimas notas de mi vida. El final es siempre el mismo: el tiempo se lo come todo y llega el olvido. Y algunas veces, el recuerdo.