Francisco Javier Irazoki



Algunas veces imagino que los volúmenes de la antigua biblioteca de Alejandría no fueron destruidos, sino que se refugiaron en la mente de Eduardo Gil Bera. El escritor vive en Narbarte, una pequeña localidad de la comarca del Alto Bidasoa, y, apartado voluntariamente de las ferias literarias, acumula saberes. Es un moderno Funes el memorioso que no ha caído de ningún caballo y conserva la capacidad de pensamiento. La gracia culta de su prosa se transforma en ácido cáustico cuando tropieza con una superchería sagrada. En el análisis irónico pesa la calidad de todas las creencias. Porque Gil Bera es un excelente segador. De la punta de su guadaña verbal cuelgan fragmentos de respetados fraudes: lugares comunes con lustre académico, orgullos tribales o argucias de "conjuradores culebreros". La protección de su soledad lo ayuda a concentrarse en la literatura y a abarcar cualquier dominio: principalmente el ensayo, pero también la novela, la poesía, los apuntes de bitácora. Tampoco descuida sus habilidades para las traducciones. En años recientes ha dedicado especiales esfuerzos a descifrar los misterios homéricos. Desde su rincón de políglota, mientras los helenistas sestean silenciosos, ha escrito Ninguno es mi nombre, sumario del caso Homero (Pre-Textos), donde quiere probar que el legislador, tirano y poeta Tales de Mileto fue el auténtico creador de La Odisea. En tan solo doscientas páginas comprime sus intuiciones y las búsquedas meticulosas; hurga en la biblioteca mental. Un trabajo de esmero que no debería pasar inadvertido, porque Eduardo Gil Bera nos transmite su variada erudición con una escritura ingeniosa. Cada vez que lo leo, aprendo algo.