J.J. Armas Marcelo



Durante la agonía de Franco, todas las noches íbamos a cenar al Gades. De un momento a otro, esperábamos la muerte del dictador y que en España se abriera una nueva existencia; que el país fuera otra cosa, que saliera de lo peor y se incorporara al mundo. Cenábamos hasta altas horas de la noche y luego cruzábamos la calle y entrábamos en aquel cielo noctívago que llamábamos El Oliver. Actores, cantantes, bohemios, borrachos, poetas, novelistas, gente triunfadora y frustrada al mismo tiempo. Aquel era nuestro mundo y ahí brillaba ya Caballero Bonald, el poeta que me enseñó lo que sé de flamenco durante la temporada en que Franco estaba agonizando. Para entonces ya era uno de los poetas más prestigiados de España. Lo acompañaba una bibliografía que no tenía que convencer a nadie de nada y era una de las voces poéticas más señaladas de España. Además, su condición de mestizo genético y su experiencia americana en Colombia lo convertían en un poeta distinto al resto de los españoles: comprendía muy bien América desde la otra parte. Conocía personalmente a Pedro Gómez Valderrama, al poeta Charry Lara y a Hernando Valencia. Había bebido vasos una y otra vez con García Márquez (incluso se cuenta que fue él quien se lo recomendó a la Mamá Grande de Barcelona) y conocía a Álvaro Mutis de mucha noche, burdel y carcajada. Y literatura, mucha literatura. Con Caballero Bonald sucedía todo lo contrario de lo que con otros escritores: mientras más lo conocía cualquiera más complicidad generaba esa cercanía. Con su poesía ocurría un fenómeno parecido: cuanto más cercanía de ella tenía el lector, más complicidad y comprensión profundo sacaba de la lectura. Sus ensayos tenían una solidez verbal que caminaba de acuerdo con su estética, y con uno de los principios del propio Caballero Bonald: nunca permitirse el lujo de escribir mal.



Sí, es un escritor lento, pero imparable. Mientras cada uno de los poetas de le Generación del 50 bajaban enteros en su obra con la llegada de la edad provecta, Caballero Bonald ejecutaba la función contraria: dentro del bosque de esa misma edad, su obra iba creciendo en edad, saber y gobierno. Una de sus características: la desobediencia, en la vida y en la escritura, lo convertía en un paradigma del poeta díscolo y, por ende, resistente (no superviviente, sino resistente) a los múltiples elementos que deterioran al ser humano a lo largo de los años. Otra de sus características más obvias: el trago, la dipsomanía de la madrugada, la interminable conversación con sus amigos, la carcajada al final de la noche. La amistad, en suma.



Durante un viaje a Estocolmo, a finales de los 70, vi cómo murmuraba para sí un poema que luego publicaría en Laberinto de fortuna. Estábamos al borde de una plaza llena de clochards y homeless hiperbóreos: gentes blanquísimas en la más absoluta miseria alcohólica. De aquella visión casi aterradora durante la madrugada estival de Estocolmo, Caballero Bonald escribiría un bellísimo poema en prosa que releo para recordar que el lujo de escribir mal no se puede permitir en quienes llevamos ejercitando la escritura más de cuarenta años. Un par de años más tarde hicimos un viaje por América y en un hotel de Buenos Aires vi cómo Caballero Bonald recitaba algunos de sus poemas a la actriz Ursula Andress, que había accedido a tomarse con nosotros (gracias a la simpática insistencia de José Esteban) un dry martini excepcional. Al terminar dos de sus poemas, Caballero Bonald inició el recitado de los primeros versos del gran poema del Dante. Tenía un italiano argelino, el mismo tono que cuando hablaba francés, pero eso lo convertía en una voz mestiza mucho más exótica ante la actriz que había sido la más hermosa del mundo durante la temporada en que todas las noches íbamos a cenar al Gades.



Ahora, con el Cervantes ya en su biografía, me he tomado la libertad de esperar unas semanas para homenajear a uno de mis maestros vitales y literarios como realmente se merece: coram populi, sin medias tintas, contento de que, por fin, se cumpla una vez más en la vida la justicia literaria. Contento de que el poeta Caballero Bonald siga escribiendo y publicando. Contento de su amistad cómplice y de su cercanía.