Fernando Aramburu



Un célebre retrato de Holbein muestra a Thomas Cromwell (c. 1485-1540) grueso, con ceño hosco y un papel apretado en la mano, viva imagen del ejecutor sin escrúpulos que sirvió a Enrique VIII como un perro de caza. Hombre apto, supo de negocios y entresijos eclesiásticos, estudió leyes, hablaba idiomas. A golpe de decretos, disposiciones, cláusulas, modeló la realidad al gusto de su amo. Dotó a Inglaterra de rango legal de imperio para desasirla de la jurisdicción del Papa. Contribuyó a depositar en su rey la jefatura suprema en asuntos de la religión, a absorber Gales, a hacer y deshacer matrimonios. Se lucró, dicen, disolviendo monasterios y protegió a humanistas. Intervino en la caída de Ana Bolena, quien lo precedió en la Torre y el patíbulo. En vísperas del hacha, ¿concibieron el vano sueño de saberse justificados siglos después en los libros de una extraordinaria novelista inglesa?