J.J. Armas Marcelo



Leer el Ulises de Joyce no es fácil. No creo que el irlandés haya escrito pensando en sus lectores hipotéticos, sino en la escritura y en sí mismo: en las sucesivas venganzas que pueden significar los capítulos de su novela. Leer Paradiso tampoco es fácil, y no creo -tampoco- que el genio de Trocadero pensara ni un solo momento de su escritura en más lector que él, y en todo caso algún Góngora coetáneo y desconocido al que un día le cayera en las manos un ejemplar de su tesoro. En Paradiso hay un Ulises que no se nombra, pero que anda todo el tiempo en la batalla de la palabra, no exactamente la palabra exacta sino otra que vaya más allá de la exactitud y provoque el estupor intelectual del hipotético lector formado. De Joyce y Lezama Lima se ha escrito tanto que es difícil escribir y no repetir algunas de las cosas buenas o malas que se han dicho de ellos, pero los dos son isleños y los dos tienen la condición del exiliado vengativo, uno -Joyce- exterior y otro interior. Dice un escritor brasileño de best-sellers que Joyce le ha hecho mucho daño a la literatura. Esa tontería no puede decirla un hombre serio, es decir, un tipo con sentido del humor que haya leído algo de literatura seria, es decir, con sentido del humor, como Ulises o Paradiso. Fue Cortázar quien sacó Paradiso de su infierno silencioso, de la muerte infeliz e incivil a la que la había condenado ese error descomunal, imposible de absolver, que llamamos castrismo, un vicio de jesuitas de izquierdas vestidos de militares.



En cuanto a Ulises, no la novela de Joyce, sino el personaje de Homero que tanta gentuza de la escritura ha manoseado sin saber exactamente de qué clase de héroe están hablando o escribiendo, soy de los convencidos de que no se quedó en Ítaca a su regreso de Troya y tantas otras batallas, libradas en el mar y en la tierra, y hasta en los cielos y los infiernos, sino que se marchó de su isla aterrado por el espectáculo que vio en su país y en su palacio. En ese momento, y en secreto, regresó al lugar de Calipso, la bruja-diosa que le había prometido la eternidad si se quedaba junto a ella la primera vez que se vieron. Ulises, hombre al fin y al cabo, no le hizo caso y marchó a Ítaca, pero regresó a Calipso y ella lo premió con una vida eterna de exiliado y vagabundo, una suerte de eterno contador de una historia, la suya, que nadie le creería, por la desmesura de sus cosas y por la exaltación que el cuentista ponía en contarla. Ya saben que, camino de Dublín, se cuenta que fundó Lisboa. Se cuenta en la leyenda, claro, que el nombre de la capital portuguesa tiene que ver por eso con las raíces del nombre de Ulises. Pero Calipso, en su venganza, lo condenó al eterno cansancio: no sólo a no morir nunca, sino a andar siempre cansado. Vaya uno a saber si fue Joyce el que se encontró con el Ulises de Calipso, tal vez en una librería de viejo de Dublín, y que fue finalmente el irlandés quien le creyó la historia al general aqueo dueño de la eternidad.



Hay quien también ha escrito, y con argumentos, que la obra de Homero que habla de las aventuras de Ulises no la escribió Homero, sino una mujer sensible y muy sabedora de la historia, tal vez princesa, quizá Nausícaa. Es posible: en ese gran libro, las mujeres son bellísimas y se merecen los mejores epítetos homéricos. Ni siquiera el estilo es el mismo en el libro de la guerra de Troya y en las aventuras de Ulises, el gran vagabundo de la Historia (con mayúsculas) que a lo mejor, para redondear la leyenda, terminó llegando a otra isla, muy lejana de la suya, Irlanda, y entró a Dublín para establecerse como librero de libros viejos y encontrar, por sorpresa, el descanso final cuando James Joyce le creyó la historia de su vida, cogió el relevo y escribió su Ulises, con un sentido del humor tal que desmiente que los escritores serios (a los que los cursis llaman intelectuales) no tienen sentido del humor.



Toda esta historia se la conté a Juan Carlos Chirinos un día de muchos vinos, y el venezolano, asombrado, me advirtió de que no la contara más si pensaba escribir una novela con ella. "Te la van a robar", me dijo. Sonreí. "No pueden", le contesté muy tranquilo. No le dije quién me la había contado...