Marta Sanz



¿Recuerdan la descripción que Truman Capote hace de Holly Golightly en Desayuno en Tiffany´s? Al margen de que Holly tenga la cara de Audrey Hepburn por culpa de la adaptación de Blake Edwards, Capote la describe como síntesis de sofisticación y de ese aire rural de chica sana que protagoniza anuncios de queso. Pose distante y vulnerabilidad de gato. Resabio e ingenuidad. Nocturnidad y temperamento diurno. Oxímoron. Un cóctel, imperfecto y ambiguo, en el que el paladar percibe a duras penas el golpe de angostura. En esa imperfección, ambigüedad, desasosiego del ojo que mira, reside el magnetismo de ciertas personas. Diente melladito en la sonrisa. Un ojo verde, otro azul. El morbo de la cicatriz. La cojera de Gertry, objeto de la lubricidad y las masturbaciones de Bloom. La necesidad de mirar dos veces a alguien para decidir si es guapo o feo. Mirar y remirar, y en la obcecación de la mirada, en sus laberintos, fascinarse, perderse, querer.



Del mismo modo me fascinan los libros imperfectos. Los que no sé lo que son. Los que me exigen que los mire y los remire. Los que me incomodan y, mientras los leo, me cuesta entender sin son geniales o una abominación. Los que me inducen a pensar que mis gafas están mal graduadas y me obligan a afinar el oído para contrarrestar las deficiencias de la vista. Con la afinación de un pianista ciego. Los libros que se escriben llevando la contraria y me llevan a preguntarme dónde está la línea que separa lo bello de lo horrible. Cabezazos contra el muro de lo que se da por supuesto. Libros fallidos frente a libros profesionales y el campo cultural como pared sobre la que hacer una pintada. Con mala letra.