Francisco Javier Irazoki



Formas variadas de totalitarismo transparentan los miedos o corajes del artista, y las situaciones políticas injustas reavivan un debate: ¿hasta dónde deben llegar los compromisos del creador? Hace pocos meses, un centenar de escritores, periodistas, profesores y ciudadanos de rectitud anónima homenajearon en San Sebastián a Maite Pagazaurtundua. Era también un acto de respeto hacia los demócratas por ella representados frente al terror. En nombre de todos, el novelista Raúl Guerra Garrido dijo unas palabras. Llegaron las flores enviadas por el pintor Agustín Ibarrola. Nadie habló de paraísos pasados o futuros, porque el asunto del encuentro fue más claro: allí se reunieron algunas de las personas amenazadas por defender libertades. Muchas de ellas habían padecido la intolerancia sangrienta. Y sufrido una humillación acaso no menos grave: escuchar cómo se emiten desde un despacho las frases que justifican el crimen contra los disidentes. En general, la respuesta de las asociaciones de víctimas consistió en levantar la torre de razón que Jorge Luis Borges menciona en el poema Los conjurados. Nos dieron además otra lección: que esa torre se construye sin los materiales de la violencia. Al mismo tiempo, el apoyo de bastantes intelectuales demostró por fin que el compromiso de calidad no desemboca en odas a un tirano. Siempre he tenido el convencimiento de que la razón disminuye, e incluso puede huir de nuestro discurso, si no encontramos el tono justo para transmitirla. Por estos motivos miré con gratitud a los participantes en el homenaje. Pensé: no practican una honradez decorativa. Su compromiso no es sólo una bella abstracción guardada en un libro.