Image: Espeleología literaria

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Opinión

Espeleología literaria

Por Marta Sanz Ver todos los artículos de 'Ni hablar'

12 abril, 2013 02:00

Marta Sanz


Si quienes nos dedicamos a escribir tuviésemos una naturaleza especial, ésta sería una mezcla de carne y pescado, de espeleólogo y mirón. Nos atamos una cuerda a la cintura y descendemos hacia los puntos del cuerpo donde se forman fecalomas, conciencia y esa cosa mórbida que se llama vida interior. Metemos la uña en nuestros rincones oscuros como diría Ellroy. Escarbamos en el pasado y lo contamos en primera persona o encubriéndolo con una tercera que, según Deleuze, nos legitima y, según Christophe Donner, nos convierte en chorras y cobardes. Para practicar el deporte de la espeleología usamos tapones y nos aislamos del mundo. También nos protegemos el cráneo con una chichonera por lo que pudiera pasar. A la vez nos comportamos como un depravado mirón. Llevamos la impostura al extremo de robar vidas ajenas. Lo cuentan Mayorga y Ozon en En la casa. Lo cuentan Highsmith, Carrère y Hitchcock. Nos colamos en la intimidad del otro pegando la oreja a un vaso apoyado en la pared, el ojo a la cerradura. Activamos el afán sociológico, la inclinación al cotilleo oculta tras el eufemismo del "interés por el género humano".

La vocación deportiva del espeleólogo y la delictiva del mirón tienen mucho en común: ya hemos alcanzado esa edad en la que nos percatamos de que el yo es su periferia, y la relación semántica que une individuo y comunidad, fuera y dentro, no es la antinomia: en la barriga de la matrioska común se construye y adquiere sentido la rebeldía o la inadaptación del yo.

También practicamos otros oficios. A veces somos cocinera antes que fraile, psicóloga, juez, amanuense, costurerita y remendador de bajos.