J.J. Armas Marcelo



Estos últimos días he revisado el discurso de Caballero Bonald en la ceremonia de recepción del Cervantes, el pasado martes 23 de abril en la Universidad de Alcalá de Henares. No dejó puntada sin hilo, ni en una sola palabra perdió la elegancia que es su costumbre, estuvo -como siempre- exquisito en el trato, en la imagen y en los contenidos. En suma, no decepcionó. La gente del 50 tenía un prurito no confesado, el gusto por la exquisitez, que extendían a la palabra, vibrante, brillante, enlazada en sus poemas y pensamientos a una tradición variada de la poesía española. Cada uno en su estilo, generaba filias y fobias que el último exquisito, Caballero Bonald, ha recogido como un testigo, un testimonio y una manera de estar en la vida: díscolo, libertino y desobediente.



De ahí, aquella irritación social y política que algunos críticos interpretaron como una pose inaguantable, como una manera clasista de comportarse con desdén y distancia de la sociedad cateta a la que decían pertenecer. Las memorias de Barral, Jaime Gil de Biedma y Caballero Bonald dan pistas más que suficiente de la exquisitez de estos poetas que fueron cuando no nuestros padres literarios sí nuestros hermanos mayores.



Con algunos de ellos (Barral, Valente y, desde luego, Caballero Bonald) tengo trenzada mucha memoria viva de mi biografía, asunto que algunos citadores me echan en cara en sus artículos sin atreverse a nombrarme. Pero es verdad que mi cercanía desde los primeros 70 con estos exquisitos me marcó para siempre y hasta ahora mismo. Ya he confesado por activa y por pasiva que mis maestros literarios y vitales son José Manuel Caballero Bonald y Mario Vargas Llosa. Pido excusas por elegir tan mal mis influencias más importantes y a los citadores con nervios les remito un tubito de pastillas alemanas, de esas que calman el dolor de cabeza y el rechinar involuntario de los dientes.



Regreso al discurso de Caballero Bonald porque es una pieza más de esa costumbre de escribir que no puede permitirse el desliz de hacerlo mal. Siempre la palabra justa en el momento indicado del párrafo. Y siempre los párrafos en orden. Siempre la capacidad de elegir en el instante en que la imagen vuela sobre la mente del poeta e ilumina una idea que debe plasmar en un verso, en un poema, en un libro. Es cierto que la decadencia, tal vez prematura, de muchos de nuestros exquisitos del 50, y su manera especial de autodestrucción, su forma de irse del aire y del mundo, fue deteriorando la poesía de cada uno de ellos conforme la edad los iba confrontando con esa misma decadencia. Salvo la excepción de Caballero Bonald, que siempre dice no estar escribiendo más pero nunca deja de hacer lo que más le ha interesado en el mundo: escribir.



Estuvo en sus vidas una esencia que han reconocido como una de sus características: el entendimiento de la amistad por encima de personalismos y egolatrías excesivas, que las hubo y grandes. Las distancias entre ellos no fueron obstáculos para otras cercanías tan notables que deshacían los ataques que también recibían de legiones y francotiradores. Tuve, al final (y siempre desde su propia alma), distancias con Ángel González, pero con ninguno más hubo una diferencia que pudiera llamar a una quiebra de la admiración y la complicidad que siempre les tuve, especialmente a Caballero Bonald y a Barral, que fue quien me "obligó" a leer al poeta jerezano, tan lejos de tópicos y estereotipos.



Al final, "al borde de la vida" y con la cabeza alta, camino siempre de la escritura más lúcida y entre las brumas estilizadas de su vejez poética más gratificante, resiste Caballero Bonald. Sin permitirse en ningún momento bajar la guardia. Ni ante buenos, ni ante malos: siempre en su línea exquisita. Lean los últimos libros de poemas de Caballero Bonald y hagan el camino inverso al mío, porque esos libros del viejo poeta son la expresión de una madurez que ha ido, palabra sobre palabra, y año tras año, mejorando la exquisitez literaria y vital a la vengo en referirme.