Marta Sanz



En busca del tiempo perdido fue publicado hace un siglo. La efeméride invita a decidir si esa escritura evocativa y sensual desemboca en un manierismo prescindible o es un catalejo desde el que aprehender la realidad de otra manera. También este año Baz Luhrmann, director de Moulin Rouge, aquella película que parecía un anuncio de turrones por el exceso de espumillón y pirotecnia, estrena su versión de El gran Gatsby. La novela ya fue llevada a la pantalla por Jack Clayton, a quien le debemos las excelentes adaptaciones de Otra vuelta de tuerca (The innocents) y Un lugar en la cumbre del joven cabreado John Braine. La cuestión del tiempo se puede considerar literariamente de dos formas: hacia atrás, como Proust o Nabokov, o hacia delante, como Maiakovski. Tiempo, crisis, mundos sumergidos como Atlántidas, revoluciones, nostalgia del pasado, fe o resquemor hacia el futuro... Pisamos arenas movedizas. Fárrago. Desubicación.



Proust y Fitzgerald dibujan con una escritura, que suena a César Frank o a jazz, el tiempo perdido y la ilusión del tiempo recobrado y el tiempo vuelto a perder. En una prefiguración punk Gatsby, "vigía incansable de la nada", se alza como representación icónica del no future: bajo las gasas, la languidez y las burbujas, se intuye la podredumbre de un sistema que transforma a cada hombre hecho a sí mismo en un delincuente. Pronto llegaría el crack del 29. Hoy la historia se repite y nosotros seguimos siendo incapaces de aprender algo de la literatura. Instalados en la velocidad del ADSL, a nosotros los mundos se nos consumen a un ritmo vertiginoso que convierte la experiencia elegíaca en enfermedad crónica.