Ignacio García May

A principios de los años 70, el genial Gotlib dibujó, en las páginas de la revista Pilote, una historieta en la que la miseria de los pobres niños hambrientos del imaginario Biaffrogalistán le servía a la clase media francesa para organizar conciertos multimillonarios, debates televisivos, concursos con premio y, finalmente, poner de moda los chistes sobre biaffrogalistanos. Unos años más tarde, François Boucq retomó esta historia llevándola hasta el extremo: unos publicistas ingeniosos montaban una campaña en la que se pintaba de azul-pitufo a los niños de África para poder vender su indigencia. No sé si el lector lo recuerda, pero en los años inmediatamente previos a la declaración oficial de la crisis, los términos "solidario" y "humanitario" aparecían en todas las conversaciones progres; y se pronunciaban, además, con efecto de eco y acompañamiento de música de pompa y circunstancia, entre un bocado de sushi y un trago de agua mineral de marca. Una vez, en esa época, saqué en una obra mía a un personaje de una ONG que era un sinvergüenza y me llamaron de todo menos bonito. Ahora que los pobres y los hambrientos ya no son sólo un atrezzo cómodamente exótico y lejano, sino que proliferan en nuestras calles, se exhibe y se exige la solidaridad como si fuera una virtud inherente al mundo de la cultura. Pero cuando en este país había dinero ninguna profesión fue tan insolidaria como la del espectáculo: la tarta siempre fue pequeña y el que pillaba un trozo no estaba dispuesto a compartirlo. Que no pretendan ahora pintarnos a todos de azul: lo que necesitamos es justicia, no a los pitufos.