J.J. Armas Marcelo



De los grandes novelistas norteamericanos de los años 30, ahora que según algunos agoreros la novela está muerta, John Steinbeck es uno de los que hay que volver a leer una y otra vez. Tortilla Flat, La perla y Las uvas de la ira serían suficientes para recordar para siempre en la literatura narrativa del siglo XX al Premio Nobel de Literatura de 1962, pero hay una historia eterna, llevada magistralmente al cine por Elia Kazan, que describe la condición humana en tiempos de crisis como los que estamos volviendo a vivir: Al este del Edén, la historia de los Trask. Adam vive con sus dos hijos, Aron y Cal, en el valle de Salinas, California, batallando por salir de un estado ansioso que tiene remotas y oscuras razones: el abandono de su mujer en otro tiempo. Luego vamos descubriendo que el mal aparente no es tan malo como el bien que se aparenta pero sólo se aparenta. Vamos descubriendo cómo Cal se rebela contra la maldición de Caín que su padre le ha echado encima, vamos descubriendo que al irascible y bíblico Adam, temeroso de Dios y convertido en Dios él mismo, no es tan temeroso de Dios ni tan cumplidor; y que el pretencioso Aron no es tan bueno ni tan recto como él se había presentado. En el fondo de toda esta oscuridad flota la sombra ausente de la madre, la misteriosa Cathy Adams, que en las afueras de la ciudad ha abierto el mejor burdel del valle. El encuentro entre Cal y su madre, en pleno burdel, es de una tensión trágica tan genial como real.



Me traje a París un ejemplar de Al este del Edén (Tusquets Editores), porque había visto la película la semana anterior y la puesta en escena cinematográfica de la novela me hizo pensar de nuevo en la novela realista, su relación con la condición humana y su encuentro con el cine. A pesar de que Kazan consigue una película extraordinaria, de lo mejor que vi en el cine hasta ahora, la novela es superior a la película, como suele suceder, salvo excepciones. Steinbeck es un maestro al tratar a sus personajes y situarlos delante de sí mismos, ante episodios que ellos mismos han provocado, con sus pasiones y voluntades. La novela es, indudablemente, bíblica, y todas esas resonancias caracteriológicas andan hoy caminando por cualquier parte del mundo. Quiero decir que esta historia se parece mucho a otras que conocemos, pero a la que no le damos forma ni contenido adecuados; se parece mucho a nuestro mundo de pasiones, a esta selva en la que andamos metidos, al sálvese quien pueda que cantan los peores a la hora de la crisis y la solidaridad.



La enseñanza de la novela, aunque Steinbeck no es ningún moralista, es que nada es lo que parece, que lo que aparece y lo que se muestra puede ser tan engañoso como la fantasía, y que la condición humana tiene bueno y malo en un mismo corazón, pasión asesina y bondad infinita en la misma alma. Luego está el rencor, ese sentimiento de tan mala prensa como buena memoria. Ya lo he contado en otras ocasiones: aquellos a los que escuchen hablar mal del rencor en público son los más rencorosos. Como Aron en la novela de Steinbeck, parecen buenos al rechazar el rencor, pero son destructores y envidiosos, enanos morales y sumisos al poder que los somete; aquellos díscolos pasionales que andan como funambulistas en la sociedad que habitan no son tan malos: arriesgan en el aire, son generosos, quieren hacer el bien y su rencor es como el colesterol bueno. Porque hemos de aprenderlo: hay egos y egos, según sean los nuestros o los de los demás.



Y hay rencor del bueno y rencor del malo. Éste último provoca, sin duda, una amargura que frustra al que lo lleva dentro, pero el rencor del bueno ayuda a vivir, ayuda a respirar en libertad. Como el colesterol del bueno, ese es el rencor de Cal: se siente traicionado, engañado, maltratado, ninguneado. Y encuentra en su madre perdida hasta entonces la sanación psíquica. El rencor malo es el de Adam Trask, el padre que se cree transmisor de las órdenes de Dios, que se lo ha inculcado a su hijo Aron, y que es el odio, la mala memoria, la ambición excesivo, el celo exagerado. En fin, el mal que sólo rectifica en el momento de su muerte.