J.J. Armas Marcelo



En junio hace muy buen tiempo en mi ciudad canaria. En 1979, en junio, en pleno Congreso de Escritores de Lengua Española, Severo Sarduy salía al malecón todas las noches, a partir de las doce, a regalarnos su sesión de danza negra. Bailaba como un negro-blanco-chino, con la delicadeza de una mujer y con el ritmo de un cubano. Sarduy, el poeta. Mientras tanto, nosotros ocupábamos las ventanas de nuestras habitaciones en el hotel Iberia y asistíamos extasiados y divertidos el baile del parisino Severo Sarduy bajo la luna llena y tropical, que era parte de su vida sentimental. Al final del espectáculo, aplaudíamos desde nuestras ventanas y Severo, en prima dona, agradecía nuestros enloquecidos aplausos.



Un par de días antes de la primera sesión nocturna, Severo había tenido un duro altercado con el poeta José Agustín Goytisolo. Fue en un ascensor, nadie supo a ciencia cierta lo que pasó, pero Goytisolo llegó al lobby del Iberia con su rostro ensangrentado y dando alaridos de piedad. Había sido Severo que, impertérrito, recorrió el espacio abierto del lobby, salió a la intemperie, cruzó la avenida y, ya en el malecón, inició sus primeros pasos de baile con su cuerpo en aquella malla blanca de profesional que le había prestado para esos menesteres artísticos otro bailarín de raza, Lorenzo Godoy. En ese congreso, Severo Sarduy fue un espectáculo sensacional, en sus intervenciones, con su simpatía, su sempiterna sonrisa, su ingenio, su alegría de vivir. Yo le había publicado en Inventarios Provisionales, en 1972, cinco años antes, una plaquette poética titulada Overdose, un original que él envió desde París y que dedicó a José-Miguel Ullán. La plaquette estaba compuesta por un poema titulado "Orquestica tántrica" y un poema circular, como Piedra de sol (de Octavio Paz, una de las fijezas intelectuales de Sarduy), titulado "Espiral negra", todo un universo esencial de los santos cubanos del Monte que escribiera Lydia Cabrera, desde los elegguas hasta los cafés parisinos que frecuentaban los cantantes cubanos, mamá yo quiero saber de dónde son los cantantes.



Parisinos y neoyorquinos, cuevas de Chicago habitadas por el jazz que los cubanos convirtieron en sones y danzones, "triángulo banjo cuero" de Nueva Orleans a La Habana y vuelta, "SOL filtrado por una empalizada bambú barcos de rueda -la orquesta a bordo-; reflejos de cobre SOL": así Severo Sarduy, ya metido en Tel Quel, junto a Kristeva y otros locos que al final han terminado por escribir una literatura realista donde no cuentan otra cosa que su vida llena de riesgos privilegiados. Severo, pues: música, poema, baile. Cuba y París. En los 80, me llegó a Barcelona el original de Colibrí, bastante Cobra todavía, pero otra cosa, la misma literatura aunque con distinta canción, otro tono, otro ritmo, y Carlos Barral la publicó en la Bibliotheca del Fénice, donde tantos quisieron y tan pocos felizmente pudimos.



Ahora se le rinde homenaje a la memoria del cantor, de su poema, de su manera de estar en la vida, desde el Instituto Cervantes hasta La Sorbona, a Severo Sarduy, que pudo ser un genio aunque no se lo propuso ni quiso nunca serlo, sino un cantante, mamá de dónde son, pues, con los metales disparados en la música, dentro y fuera del templo de Ochúm, todo un ritual de caracoles y de coco limpiando la cabeza, sacándole las mugres al pecador hasta dejarlo limpio, dispuesta su alma a ser montada por los santos, así es la vaina cotidiana en Cuba, y Severo Sarduy nunca lo olvidó, sino que dejó su huella y la de sus esencias cubanas en cada una de sus novelas, desde Gestos hasta el final, "líneas de puntos blancos agrimensor de tu cuerpo negro".



Ahora se le rinde merecido homenaje en París, su otra y real ciudad, a Severo Sarduy, el hombre y el poeta, el bailarín de aquel congreso inolvidable, sus uñas arruinando la piel del rostro de José Agustín Goytisolo mientras el ascensor desciende rápido hasta el lobby, nadie sabe, pues, lo que pasó en esos pocos minutos, qué hablaron, qué se dijeron o qué hicieron, ese es mi homenaje de memoria a Severo Sarduy, ahora y todavía que François Walh y Gustavo Guerrero, entre otros sabios, van a hablar de un Severo Sarduy único, ahora que hasta en La Habana se preguntan por qué el cantante no fue más aplaudido hasta ahora, como si hubieran recuperado la memoria de un golpe, como si Ochúm, y todos los santos, Yemaya y San Lázaro, se hubieran puesto de acuerdo para decir el nombre de Severo Sarduy entre tambores y flores de oro en las manos.