J.J. Armas Marcelo



No conozco a nadie de mi generación que no haya corrido delante de los grises que mandaba Franco. Toda mi generación componía una legión de galgos corredores que se ejercitaban delante de los caballos monstruosos de los grises de Franco. Si hubiera sido verdad que todos nosotros hubiéramos corrido delante de los grises de Franco, el dictador habría necesitado un enorme ejército para contener el ímpetu juvenil y libertario de mi heroica generación de corredores de grises. Ahora, cuando oigo a algún novelista contando su batalla de abuelo Cebolleta con todo género de frases heroicas ("Nos jugábamos la vida", por ejemplo, y se lo creen), suelo conducirme con ternura y conceder a la fantasía melancólica del contador cuantas guerras perdidas se le ocurra contar.



En el viejo Oliver oí una vez a un novelista notable contarle a José Esteban su odisea en la Universidad de Madrid. Yo, que estuve allí, en lo de Raimon y en casi todo lo demás, sabía que nuestro amigo no había movido un dedo en su vida, y que ni siquiera el más mínimo expediente de un TOP le rozó la piel del pusilánime que siempre ha llevado dentro. En aquel tiempo, yo era un compañero de viaje, muy amigo de Aníbal González Pérez y de Marcos Martínez, a los que les dejaba los apuntes (o ellos me los dejaban a mí, ya no recuerdo bien), que se limitó a estudiar como un verdadero poseso cuando Franco mandó cerrar la Universidad de Madrid y abrirla sólo para examinarnos, sin embargo he escuchado historias de elementos de mi generación que cuentan con pelos y señales las batallas que tuvieron lugar en La Moncloa y en la Ciudad Universitaria en esos momentos en los que no había nadie en la Universidad y al mismo tiempo -los mismos tipos, claro- cuentan lo que hacían en París en el Mayo francés, las toneladas de adoquines que lanzaron a mano cerrada contra los gendarmes parisinos. ¡Qué cantidad de héroes nos han salido en este generación magnífica!



Mis heroicidades particulares consistieron en aprenderme de memoria un par de poemas de César Vallejo, Celaya, Blas de Otero, León Felipe y algunos más y repetirlas con rostro de gran luchador en las plazas revolucionarias del mundo ante las muchachas en flor. Les aseguro que daba mucho juego, sobre todo si añadías a eso La Varsoviana, La Internacional, algunas canciones de Paco Ibáñez y si sabías tocar la guitarra. Cuando acabé la carrera, me fui a Canarias y allí me contactó inmediatamente lo que yo llamo en mis memorias el Club de los Comunistas Perdidos. Perdidos por irredentos, por recalcitrantes, comunistas porque lo eran y club porque me da la gana llamarlo así. Me dejaban ir a sus reuniones. Todo empezaba con un whisky para cada uno y luego otro. Analizábamos la situación en Portugal, cuando los claveles, y ya calientes del todo entrábamos a saco con la situación española y terminábamos hablando de Jean-Paul o de Albert. Sí, el Club de los Comunistas Perdidos hablaba de Sartre como si lo conocieran, y de Camus como si hubiera sido compañero de colegio de alguno de ellos. Sin embargo, se jugaron la vida de verdad, por lo menos dos de ellos fueron una y otra vez detenidos, sufrieron TOP y condena de cárcel, y la dictadura no los dejó en paz hasta que cada uno murió liquidado por la pena de ver que el franquismo, al menos aparentemente, seguía en pie.



Por eso cuando ahora veo a todos estos escritorcetes, ya viejitos y entrados en la ancianidad, cantándose ellos mismos una historia que no conocieron ni de lejos, contando por escrito y escribiendo libros de lo resistentes que fueron contra el franquismo, los miro con ternura y les digo que me enseñen las cornadas. Cuando un torero se las da de torero, no habla de sus epopeyas, sino que enseña de una vez las cornadas. Las cornadas son las que dan autoridad en la biografía y cada uno tiene derecho a inventarse una biografía de héroe pero yo tengo el mismo derecho a preguntarle a estos corredores de mentira como se les pregunta a los toreros, ¿y dónde están tus cornadas?