Ignacio García May

En la temporada anterior asistimos a la reivindicación del cuplé en la magnífica producción de la sala Tribueñe sobre la vida de Raquel Meller, y no hace mucho Pedro Víllora ha rendido también homenaje a esta forma musical en su estupendo espectáculo-tributo a Sara Montiel celebrado en la Plaza Mayor. Es curioso: en la España de nuestros días cualquier aldeano puede reivindicar sus sacrificios locales de gallinas como fenómeno cultural diferencial, pero parece que en la capital estamos obligados a abochornarnos de nuestras tradiciones musicales populares. Hay quien todavía cree que el cuplé es la obsoleta y decrépita banda sonora del franquismo, pero por el contrario es la evidencia de que siempre hubo aquí un vigoroso sustrato de erotismo y alegría que es urgente reivindicar. Porque no es sólo el modelo económico alemán lo que se nos ha impuesto, sino también un moralismo calvinista, aburrido y pagado de su propia importancia en contradicción flagrante con el hecho de que fuimos los españoles quienes le regalamos la palabra fiesta al mundo. Escuchando a la multitud que coreaba el Ven y ven o el catapún de Polichinela en el homenaje a la Montiel, pensé que la salvación del teatro, si tal cosa es necesaria, no sólo pasa por reducir el IVA, sino también por arrebatárselo cuanto antes a los impostores seudointelectuales que lo han convertido en una actividad onanista y pretenciosa, artsy-fartsy, como dicen los americanos, y devolvérselo al espectador. Lo cual no consiste en hacer chistes de Lepe, sino en recordar sabias lecciones que ya en su momento nos dieron los mayores maestros del siglo que nos precede, desde Brecht a Brook.