J.J. Armas Marcelo



De José Bergamín se dijo siempre que tenía "un colmillo retorcido". Era un escritor insumiso que hacía, en su conversación cotidiana, del sarcasmo una casa donde reírse sin parar. Leí muchas cosas de Bergamín durante una época, lo conocí personalmente gracias a José Esteban, su editor, en la trastienda de la Librería Turner, comimos muchas veces juntos, estudié su biografía, aprendí muchas cosas de su forma de ser, me sentí cómodo a su lado y, a la hora de su muerte, escribí un artículo titulado "Si hubiera sido francés", publicado en el extinto Diario16. Allí dije, y no era una nota mortuoria como las que escriben los sepultureros profesionales en sus periódicos cada vez que se muere alguien digno de seguir más vivo que los mismos sepultureros, lo que habrían hecho los franceses a la hora de su muerte, si hubiera sido, claro, francés, y no español irredento y escritor insumiso como era Bergamín. Resulta que los publicó a todos, si no en Cruz y Raya, en sus diferentes proyectos editoriales; toda la Generación del 27 pasó por su cabeza y cada uno le debe lo suyo. Lo sabían, y Bergamín también lo sabía.



Recuerdo que uno de sus artículos, ya en democracia, publicado en el también desaparecido Sábado Gráfico, desató las iras de la caverna, que pensaba que aún tenía algo que hacer en el nuevo régimen. Se hablaba en él del reino y de la confusión, cuando hoy aquello no sería nada, cómo hemos prosperado. Una vez, cuenta José Esteban que fue delante de él, Bergamín le preguntó a Don Juan de Borbón qué creía él que pensaba "su hijo" de lo que iba a hacer después de muerto el dictador Franco. "¿Tú sabes lo que piensa un Borbón, Pepe? Pues éste es Borbón y Borbón, así que imagínate". Vuelvo a la insumisión porque Bergamín estaba ahí, al pie de la insumisión en estado permanente, como de guardia, y disparando con bala contra todo lo que se moviera y viniera del poder. Lo digo porque ahora hay columnistas, escritores de columnas y periodistas que parecen mancos y bizcos: son insumisos perennes hacia una sola parte del arco de la realidad política y social; a la otra, a la suya, le dejan pasar carros y carretones y ahí se nota que son mortales y hábiles, pero poco inteligentes. Ya lo decía Woody Allen, lo que tiene el inteligente es que puede pasar por tonto sin que se le note, no ocurre así con el tonto al que se le nota inmediatamente que es tonto aunque quiera pasar por inteligente.



El escritor insumiso no tiene clan, no tiene techo ni nombre de periódico importante que ponerse como segundo apellido durante toda la vida; el escritor insumiso va por libre, nunca llama ni a Ferraz ni a Génova, ni siquiera llamaban antes a Peligros, no llaman ni llamaban cuando entonces a nada ni a nadie para saber cómo había caído su último comentario en la radio o su penúltima ocurrencia escrita, esas cosas que Semprún, señalando nada menos que a Vázquez Montalbán, llamaba "deposiciones matinales". El escritor insumiso, entiéndase ya de una vez, es independencia y ese es el gran peaje que paga, que no tiene sombra en el desierto ni techo caliente en el invierno, de modo que tiene que buscarse su propio sustento donde da la vuelta el aire, en plena libertad, para bien y para mal.



Hay escritores que creen que la ideología es un castillo en el que, una vez refugiados, están a salvo de todos los bichos del mundo que quieren morderlos. Que me los piquen menudos que los quiero para la cachimba. Lo que debe tener el escritor insumiso es la libertad para dar los mandobles que deben darse a izquierda, a derechas y a más allá del horizonte si fuera necesario. El resto, es el fondo, una sumisión a su dueño, a su jefe, a su empresa, a sus intereses más que a sus verdaderas convicciones, que va dejando atrás mientras se va colocando en el lugar adecuado para el frío o el calor, según sea la estación del año que toque.



Me acordé de Bergamín el otro día cuando recordé aquella escena vergonzosa que no puedo olvidar. Fue delante de mí. Íbamos los tres hablando (el tirano, el lacayo y yo) por una vez en la vida. De repente, el jefe se dirige al escritor sometido y le ordena: "Llévame la cartera". El escritor sumiso contestó al instante: "Claro que sí". Como si su jefe le hubiera hecho un favor. Y, sí, me acordé de Bergamín.