Francisco Javier Irazoki

Cada año, al aproximarse el primer jueves de octubre, se difunden las quinielas con el nombre del posible ganador del Premio Nobel de Literatura. Tan puntuales como el error, acuden las protestas de varios escritores por ver en la lista de candidatos a dos supuestos intrusos: Bob Dylan y Leonard Cohen. Sin embargo, Cohen empieza siendo autor de libros. Con fondo de música de jazz, lee sus poemas en las fiestas universitarias, y a los veintiún años publica un volumen de versos. Luego, habitante de una isla griega, Hydra, se consagra a la escritura. Los críticos le elogian la novela, las prosas satíricas, otro poemario que edita sin desenfundar la guitarra. Cumplidos los treinta años, agrega música a los textos. Las melodías le vienen de su madre, judía lituana que huye del estalinismo y enseña al hijo los cánticos religiosos. Lento y esmerado, se queda boquiabierto ante la rapidez con que su vecino Bob Dylan llena las páginas. Veloz pero con sustancia, el cantante de Minnesota impresiona también a Allen Ginsberg, quien encuentra en las estrofas del músico los hilos rojos que lo unen a los poetas de la Beat Generation. Viajan juntos, colaboran, se influyen. La poesía que contienen las canciones de Dylan agujerea la rigidez de no pocos simpatizantes. Abre una brecha de libertad en sus dogmas políticos. Por fin una muchedumbre de jóvenes escucha y canta composiciones con letras ingeniosas o profundas. ¿Motivos suficientes para el reconocimiento literario? Opino que Leonard Cohen y Bob Dylan merecen, sólo por calidad, cualquier gratitud. Sus palabras quitan las telarañas de los salones selectos. Entren y sírvanse el premio que quieran, señores juglares.