Image: Tokio en la noche azul

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Opinión

Tokio en la noche azul

Por J.J. Armas Marcelo Ver todos los artículos de 'Al pie del cañon'

11 octubre, 2013 02:00

J.J. Armas Marcelo

Estoy de nuevo en Tokio, en una deliciosa noche azul de octubre: otoño suave y placentero. Volví al lugar del crimen, el antro delicioso del hermano de Yoko Ono en el centro de la ciudad, con whisky japonés y gente que habla de literatura. Esa fue nuestra conversación: Murakami y sus hipotéticas expectativas para el Nobel. No tiene nada en contra, sino todo lo contrario. Lo que no sabemos -dije- es el año. José Esteban cuenta, al tercer whisky japonés, su proyecto inmediato: una novela que titula El loco sobre Alfonso Vidal y Planas, el autor de Tirios en los rascacielos, un libro de poemas espléndido. Vidal y Planas, un bohemio irreductible, salió huyendo de Madrid en plena Guerra Civil y se escondió en Nueva York, de donde lo echaron cuando se dieron cuenta de quién era: un tipo que había matado a otro en Madrid unos años antes. Recaló nada menos que en Tijuana y allí terminó de benefactor de la ciudad y de catedrático de Lógica. Una locura. Ahora hay en esa peligrosa ciudad de México, que visitamos en los años 80 bajando de Los Ángeles en un viejo Ford del poeta Ángel González, junto a Julian Palley y el propio José Esteban, una avenida interminable con el nombre del bohemio español Vidal y Planas.

Esa noche azul de Yokio el antro de Yoko Ono estaba lleno de gente y se oían las canciones de Sixto Rodríguez, el legendario chicano que anduvo como muerto más de cuarenta años, mientras el progresismo sudafricano elegía sus canciones como himnos contra el apartheid, y reapareció para ver su triunfo al otro lado del mar. Yo volví a preguntar, antes de regresar a Murakami y Tokio, con quién nos quedaríamos ahora de tener que elegir, con el gesto eterno de Rosa Park o con la aventura loca, asmática y hasta criminal del Che Guevara, gran vendedor de camisetas en el mundo entero. Luego volvimos a Murakami. Riukichi Terao, el único japonés que traduce de ida y vuelta en todo el mundo (de español a japonés y de japonés a español), aprendió nuestra lengua en Venezuela y la habla como un caribe, con todas las apoyaturas que hagan falta y con el deje que ya conocemos. Habla de escritores venezolanos, desde Gregory Zambrano, que vive en Tokio, hasta Ednodio Quintero.

En Tokio se dice que Murakami es un escritor neoyorkino que nació en Kioto hace 64 años, que no conoce muy bien Japón, que vive en Manhattan y que sus libros retratan un Tokio que no es exactamente Tokio. Yo digo que es el Tokio de Murakami, uno de los mejores novelistas del mundo en la actualidad, "aunque no venda muchos ejemplares en Japón". A mí no me importa nada el número de ejemplares que venda o no venda Murakami, ni ningún otro escritor, sino el recuerdo del placer de la lectura de sus libros y la memoria de algunos personajes esenciales de su propia invención. No todo es oriental en Occidente. Una vez estaba yo en el Parque Yoyogui y caía la noche sobre Tokio. Amenazaba tormenta. Salí del parque y me entretuve otro rato más viendo, en una explanada paredaña al Yoyogui, una legión de imitadores de Elvis Presley cantando y bailando rock mientras el público divertido les aplaudía.

Esa noche el cielo azul de Tokio se volvió negro y yo llegué a mi hotel por los pelos. Subí a mi habitación, me di un duchazo y, desnudo, abrí el enorme ventanal de mi cuarto para ver caer el cielo en agua sobre Tokio, mientras escuchaba en la radio la voz de Frank Sinatra y tomaba un trago de Johnny Walker seco. Estaba en un piso 35 y el espectáculo fue sensacional: veía toda la ciudad de Tokio (sus muchos centros y sus lejanías) envuelta en la manta de agua que caía de todo el universo, con truenos, relámpagos y electricidad imparables. Fue una epifanía, un momento único que estoy seguro que no volveré a sentir, ni siquiera ahora, hoy, esta noche, cuando he vuelto a Tokio en la noche azul del otoño a hablar del español y sus literaturas. Aquella noche de la tormenta, me metí en la cama media hora más tarde. La lluvia tormentosa arreciaba y yo leía algunas páginas de Kafka en la esquina.