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Opinión

Los elogios

1 noviembre, 2013 01:00

Ignacio García May

Orson Welles no sólo fue un gigante del cine, sino también del teatro. Su Macbeth con un reparto íntegramente constituido por actores negros, en una época en que estos estaban completamente excluidos de la vida política, social y cultural norteamericana, o su Julio César con los personajes vestidos a la manera de los fascistas italianos, mucho antes de que este tipo de actualización se pusiera de moda, forman parte de la historia del teatro del siglo XX. Siendo mago, participó en ese otro y bellísimo, aunque habitualmente despreciado, ámbito del teatro que es el vodevil. La publicación reciente del libro de Henry Jaglom Mis almuerzos con Orson ha llamado la atención por su aspecto 'escandaloso': el director sacude a diestro y siniestro, arremetiendo incluso contra algunos amigos. Lo que los críticos no han comentado es la profunda tristeza que transpira cada página. No es que Orson se ponga chismoso: es que no comparte ciertos gustos canónicos, lo cual me parece fenomenal; además, los supuestos 'amigos' son poderosísimas estrellas del espectáculo que jamás le echaron una mano, pese a que luego iban por ahí presumiendo de su absoluta devoción hacia él. A punto de cumplir setenta años, y, aunque él no lo supiera, a pocos meses de su muerte, Orson, sin dinero, sin trabajo, comprueba cómo mequetrefes de la peor especie medran a su alrededor mientras a él le resulta imposible poner en marcha ningún proyecto nuevo por culpa de su inmerecida fama de genio incontrolable y manirroto. Por supuesto, a su muerte, todos esos que nunca se habían puesto al teléfono hicieron las declaraciones más elogiosas. Y la vida sigue.