Image: Agoreros

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Opinión

Agoreros

Por Marta Sanz Ver todos los artículos de 'Ni hablar'

29 noviembre, 2013 01:00

Marta Sanz

Desde pequeñita he sido agorera. Hipocondríaca, compasiva y miedosa. Estos síntomas apuntan hacia la enfermedad del pesimismo que en mi caso no ha tenido que ver con la pulsión de muerte del cambio de milenio, sino con la progresiva conciencia de la realidad. Cuando era pequeñita y veía a un niño que caminaba por el filo de una valla, le decía a mi madre: "Se va a caer". Y el niño se caía no porque yo convocase la mala suerte con mi lengua de bruja encanijada, sino porque existía un alto porcentaje de probabilidades de que un niño torpe, con una madre desatenta, que camina por un borde irregular de unos ocho centímetros de ancho, con zapatos rotos, cayese. Y se quedara melladito.

Agoreros, pesimistas, apocalípticos caen mal. Son seres que se regodean en la desgracia, frente a otros seres arcangélicos que venden miles de libros en los que gorjean de cómo la tristeza sólo llama a la tristeza igual que la riqueza llama a la riqueza y de cómo somos responsables de nuestra angustia, ansiedad e insomnio. Hay vida -de hecho la vida es un carnaval- más allá de cualquier ERE, la crisis es una oportunidad y las penas se van cantando. Frente a los paralizantes cantos de sirena de esa gente positiva que ve la botella rebosante, hace anuncios y vende cosas, cada vez admiro más a los agoreros. A quienes ponen el dedo en la llaga. A los que escriben libros desoladores como Chirbes o a los que escriben libros aparentemente alegres que contienen penas venenosas como Vonnegut o como el Svevo de La conciencia de Zeno. A todos los gramscianos que saben del vínculo entre el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad. Y a los imprescindibles de Brecht.