Agustín Fernández Mallo

Acabo de regresar de un viaje a Río de Janeiro y a Sao Paulo. En Río fui invitado al Flupp, Fiesta Literaria de Las Periferias, celebrada cada año en una favela; éste tocó en Vigáro Geral, una de las no pacificadas -como allí le llaman-, lo que equivale a decir que hay que entrar con escolta, no se pueden hacer fotografías sin previa consulta, y en ese laberinto en el que nunca llegas a saber realmente qué clase de vida es incubada no puedes salirte de la ruta marcada. En el corazón de tal cóctel se halla un centro educativo que durante esos días es acondicionado para el festival. La idea: propiciar el encuentro de dos movimientos inversos: la literatura va hacia la favela, y ésta, a su vez, va hacia la literatura. Se supone que en algún momento ambos trenes tendrán que dialogar o chocar, y ahí radica el riesgo y valor de la propuesta.



Allí escritores de todos los países debaten en mesas redondas cómo puede hoy realizarse una literatura de periferias, o si, para empezar, tiene algún sentido hablar en tales términos. El escritor Reinaldo Moraes -con quien compartí mesa redonda, moderada por el crítico de cine, Rodrigo Fonseca-, sostuvo que no, que la literatura de periferias no puede darse porque toda periferia es rápidamente reabsorbida por los sistemas de mercado; prueba de ello, el propio evento en el que nos encontrábamos. No le faltaba razón a Reinaldo, pero quizá haya que hacerse una pregunta aún más anterior, ¿es necesario llevar la literatura a la periferia?, ¿no es más lógico investigar qué literatura genera la propia periferia? Lo cierto es que, cuando nos fuimos, jóvenes y ancianos nos miraban pasar con idéntica expresión: ahí se va un alien.