J.J. Armas Marcelo

Le oí contar hace unos días a una editora chilena una anécdota que tiene que ver con la ilusión y el vicio fantástico de la lectura. Estaba en un aeropuerto esperando su vuelo. Leía un libro de un escritor joven que promete mucho. De repente, se le ocurrió hacer una bondad y observar el resultado: dejó el libro, una novela, encima de una mesa y se cambió de lugar en el mismo ámbito. Eligió una mesa cerca de la aquella en la que había dejado el libro. Al rato, se sentó un hombre. El hombre vio el libro. Lo miró con una cierta desconfianza, pero finalmente leyó el título y volvió a dejarlo sobre la mesa. Un cuarto de hora más tarde se levantó para tomar su vuelo y dejó el libro sobre la mesa, donde lo había encontrado, tal vez, pensó, olvidado por alguien que volvería a buscarlo. Al rato, la editora chilena observó que una muchacha se sentaba en el lugar que el hombre había dejado vacío. Vio el libro y se quedó mirándolo. Luego pareció interesada, como que estaba leyendo el título de la novela. Después, pero inmediatamente, miró a todos lados para ver, quizá, quién era el dueño del libro. Volvió unos segundos más tarde a mirar al libro, una y otra vez, repetidas veces, como ansiosa por leerlo. O, al menos, curiosa con lo que estaba viviendo. Finalmente, se atrevió a tomarlo en sus manos, leyó el título, abrió el libro y se puso a leer las primeras páginas. La editora chilena la observaba de cerca encantada con lo que estaba viendo. Pasó una hora y la muchacha no despegaba sus ojos de las páginas de la novela. Llegó el momento de partir al vuelo de la editora chilena, que caminó fuera de la cafetería, miró hacia atrás al salir del recinto y constató satisfecha que la muchacha seguía bebiéndose las páginas de aquel libro, que ella había dejado encima de la mesa con esa intención secreta como si el mundo no existiera a su alrededor.



Conozco a muchas lectoras de alta literatura que saben que esa escritura literaria no es sólo ni mucho menos un entretenimiento, sino una forma de ser y estar en la vida, una forma de vida. Quienes saben de libros en la actualidad dicen que son las mujeres las que mayoritariamente leen. Y yo lo creo. Hagan la prueba. Tomen una mañana un autobús o un metro en cualquier gran ciudad. Muchas de las viajeras van leyendo un libro que no es precisamente un best-seller de entretenimiento. Muchos hombres leen también, pero sólo prensa deportiva. Sostenía Sabato, y es verdad, que uno de los pocos mecanismos que nos van quedando en este mundo del espectáculo chabacano para alcanzar la libertad es el vicio de la lectura. "Hay que leer aunque sea periódicos", decía el escritor argentino. Ahora hay por el mundo entero tertulias de mujeres que se reúnen en clubes de lectura. Leen un libro, lo discuten durante sus reuniones y, en algunas ocasiones, llegan incluso a invitar al autor, que termina hablando con ellas de cualquier cosa además del contenido de sus libros.



Tengo para mí que las mujeres leen y compran muchos más libros que los hombres; sé, y ustedes también, que el mundo editorial está cada vez más en manos de mujeres y que, en muchos casos, ellas son mejores editoras que los editores. Cierto, no siempre es así, pero creo que las mujeres son hoy más libres porque leen más, de modo que son dueñas de su propia manera de estar en el mundo y de, en su lugar y momento, manejarlo. En la última FIL a la que he asistido, la de Guadalajara, Jalisco (México) he vuelto a ver un asombroso milagro: durante una semana cientos de miles de personas (sí, cientos de miles en total) entrando y saliendo sin cesar de una feria que es el mayor espectáculo del mundo editorial en lengua hispana y que desmiente la crisis del libro. La mayoría de esos curiosos y pasionales lectores eran mujeres y muchos de los hombres que las acompañaban iban como arrastrados y llevados de la mano por ellas, las lectoras, esa especie en aumento que me asombra como escritor y como ser humano convencido de que la libertad y la lectura son parte de una misma ilusión vital: vivir intensamente las historias que se leen para comprender mejor el mundo y conocer mejor la vida; aprender en las páginas de la buena literatura que otras vidas son posibles y que la imaginación y la libertad felizmente no tienen límite.