Fernando Aramburu
Mary Shelley tiene veinte años cuando publica la primera versión de su Frankenstein o El moderno Prometeo. El subtítulo prefija una de las posibles interpretaciones. A diferencia de la figura mitológica, a la que Zeus castiga, Frankenstein se revuelve contra su creador. Dicha circunstancia suscita la métafora que cimenta su modernidad. Los desastres nucleares, la desatada contaminación, los artefactos mortíferos debidos a la inteligencia humana, son algunas de las múltiples caras del monstruo. Pronto, en 1823, se estrenó la primera adaptación teatral de la novela. Desde entonces, un sinnúmero de representaciones y filmaciones han popularizado al personaje. Conocerlo no presupone la lectura del libro. El comercio y la cultura popular lo han simplificado. Cuesta atribuirle un aspecto distinto del de Boris Karloff en la célebre película. Para entenderlo en su portentosa complejidad, más allá de la fealdad y los crímenes, conviene visitarlo en el texto de Mary Shelley.
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