Eloy Tizón

De todos los personajes de ficción que nos ha regalado el pasado año, quizá el más destinado a perdurar, el nacido con más vocación de convertirse en carne de mito, sea el de Jep Gambardella, el protagonista de la película La gran belleza, de Sorrentino, encarnado por el maravilloso actor Toni Servillo. De Jep Gambardella puede decirse lo mismo que de Europa; de hecho, Jep Gambardella es la personificación de la Europa desgastada, ojerosa, de chaqueta cruzada elegantísima y hortera a la vez, que pese a todo no renuncia a las cenizas de la pasión, al guiñol social y al descontrol de la juerga. Beber, hablar, aturdirse, derrochar energía dando tumbos incesantes toda la noche para apurar los escombros del cielo, a la espera de un milagro. Y el milagro se produce: se cruza con Fanny Ardant, ve desaparecer una jirafa entre las ruinas romanas, descubre el mar en el techo de su dormitorio. De semejantes vértigos, y otros nuevos, me propongo hablar en estas columnas.



El exescritor Gambardella, le confiesa una mañana a su asistenta, no está alegre ni triste: sólo está raro. Todos estamos raros en esta Europa anestesiada de felices fiestas de bótox y santos católicos, entre la cirugía estética y los altares. Sorrentino hace algo al alcance de muy pocos: hablarle de tú a Fellini, y no bajar la mirada. No tanto al Fellini de La Dolce Vita, como se ha insistido en un paralelismo demasiado obvio, sino más bien al Fellini de Amarcord, con su narrativa descuartizada y lírica, su infancia conmovida y su oleaje de plástico. Pocas películas tan libres, tan hipnóticas como La gran belleza, que nace ya herida por el furor y la melancolía de vivir, y cuyo plumaje de flamenco rosa oculta el secreto de un cementerio marino. El poeta Sorrentino ha acertado con el diagnóstico. Ni alegres ni tristes. Sucede que estamos raros. Cómo no vamos a estarlo.