Teju Cole está levantando este mes cierto revuelo en la Red por la publicación de Hafiz que cuenta la historia de un hombre de cincuenta años amenazado por un ataque coronario. El motivo de la algaraza no está en el anticlimático asunto de la novela, sino en el método de composición: Hafiz está formado con 33 tuits seleccionados entre los seguidores de su cuenta y articulados de manera que el resultado pueda leerse como un relato. El propio Cole no le da mucha importancia a la emisión en Twitter (considera que el resultado pudo publicarse sin más en papel), sino a la escritura en "estado de colaboración". Es de suponer que lo interesante aquí es el "estado", pues en la medida que Cole pidió permiso a los emisores originales sin explicarles el propósito final, la "colaboración" es quiparable al papel de las berenjenas y los apios en la configuración facial de los cuadros de Archimboldi.
No es que la tuiteratura (nombre acuñado por los propios interesados, no vayan a pensar que es cosa mía) sea un asunto nuevo: disfruta de festivales propios (el TwitterFiccion Festival), tiene un instituto de tuiteratura comparada (El ITC de Burdeos), e incluso su polémica fundamental (en la que no entraremos) sobre quién fue su pionero (la cosa está entre Matt Steward que publicó por entregas un ensayo sobre la revolución francesa, y Jennifer Egan, autora de un relato futurista). Si la obra de Cole ha llamado la atención, probablemente sea por el prestigio que emana de Ciudad abierta, un libro de corte tan clásico que parecía escrito bajo los auspicios del correctísimo Max Sebald.
Lo que sorprende de la "recepción" es que apenas ahonda en evaluar el resultado. La crítica de Hafiz queda desplazada en beneficio de un alineamiento a favor o en contra del gesto, del experimento en tanto que experimento. Entre los que escriben a favor transpira la comprensible curiosidad por lo nuevo, y también la batería de habituales argumentos insípidos: conveniencia de ir más allá del papel, sentido democrático de la escritura (un ansía loable que esperemos que no prenda entre los cirujanos), escritura fragmentaria en un mundo fragmentario, o mi favorita: el escritor como curator (menuda faena para los comisarios después de cuarenta años tratando de que los tomásemos por "autores").
En el lado contrario están quienes todos estos asuntos les dan una grima instintiva, y también quienes como Eudald Espluga advierten de los riesgos de caer en el ciberfetichisto, y de que el "estado de colaboración" incite a una barra libre de coartadas para tuiteratos sin inventiva para darle una forma propia y una dirección consistente a su obra. Son argumentos atendibles, aunque el artículo de Espluga podría haberse escrito sin tomarse la molestia (que tampoco me he tomado yo) de leerse Hafiz.
Aunque bien pensado, esta crítica a priori, que defiende o ataca el proyecto y la intención sin reparar en sus logros particulares, quizás no debería sorprendernos tanto. Reinaldo Laddaga, uno de los críticos más atentos a lo que él mismo denomina "estéticas del presente", ha titulado uno de sus libros Estéticas de la emergencia, que puede interpretarse como la visión de algo que sobresale del espacio habitual, pero también como la irrupción de un suceso que exige una respuesta rápida, todavía no pautada por la costumbre. Y algo de salir corriendo en una dirección u otra tienen nuestras reacciones a esta clase de iniciativas, una suerte de respuesta primaria como la de aquel antepasado que ante el crepitar del fuego ponía los pies en polvorosa o se quedaba mirando fascinado: incapaz todavía de distinguir si aquellas llamas particulares le daban para cocinarse la cena o amenazaban con abrasarle la choza.
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