Marta Sanz

Hay escritores cursis. Pedantes, abstrusos y lipogramáticos. Comerciales, oportunistas, basurillas, desvergonzados, fanáticos y rijosos. Escritores que no se toman en serio a sí mismos. Escritores que no saben poner las comas y escritores que buscan un sillón en la Academia. Juguetones y sesudos, rurales y anoréxicos. Exagerados, pretenciosos, llorones y autocompasivos. Escritores acojonados. Macarras, alcohólicos, envidiosos, costumbristas y más pesados que un plomo. Preocupadísimos por la pela, la posteridad o los Me gusta. Escritores que parecen escribir en chino. Hiperactivos.



Espectaculares. Gafapastas o de elegancia british. Escritores que le toman el pelo al lector o que hablan con la boca pequeña. De piñón. Soberbios y narcisistas. Perezosos, engreídos, vanidosos, insoportables, muermos y jodidamente intelectuales... También hay escritoras con los mismos defectos.



A menudo merecidamente se adorna al escritor con mil calificativos, pero el lector es siempre el lector a secas. Siempre tiene razón. Como el cliente de la pescadería que mira el ojo turbio del besugo. Su legitimidad nace del derecho que le da haber gastado tiempo y dinero. Haber arriesgado su felicidad. Necesitamos escritores impertinentes e intrépidos, y también lectores impertinentes e intrépidos: tan intrépidos que desconfíen de quien les da la razón como a los locos. Los lectores con sus interpretaciones completan el significado de un texto: a veces el resultado es deslumbrante, otras veces, como decían en Amanece que no es poco, es el lector quien estropea un libro. Fomentar la soberbia del lector es una estrategia publicitaria de la sociedad de consumo. Cuando escribo a veces me equivoco. Cuando leo también. Soy lectora, no cliente de un supermercado: me pone nerviosa que me doren la píldora.